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Tribuna:
Tribuna
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Culpable o culpable

Javier Marías

He esperado dos semanas desde que salió la noticia por ver si alguien se ocupaba de ella en estas páginas y yo me ahorraba repetirme, pues toca un asunto sobre el que escribí hace meses, en otro lugar y a propósito de Francia. Pero como no he visto comentario alguno, y la decisión del Tribunal Supremo de que daba cuenta esa noticia me parece de gravedad suprema, vuelvo a la carga, y que me disculpen quienes por casualidad conozcan los dos artículos que dediqué a la cuestión.Fue a petición de una periodista de Le Monde, que incluso me envió el dossier: un librero de ascendencia española, hijo de otro célebre librero exiliado de nuestra República y establecido en París, había sido condenado a diez años de prisión, sin pruebas. El hijo de su antigua compañera sentimental lo denunció por abusos sexuales y violación, cuando el denunciante era un niño de once años.

Contaba ya dieciocho cuando lo acusó, ahora tendrá unos cuantos más. En el juicio no hubo más que una palabra contra otra, acaso una memoria contra otra. La del joven dejó que desear: se contradijo en numerosas ocasiones y en demasiados aspectos (el hombre, no), y no fue capaz de recordar durante la instrucción el nombre de su liceo ni la dirección familiar, o eso manifestó. Su versión, además, se acopló extraordinariamente al "cuadro teórico" expuesto en un libro del que era autor uno de los psicólogos que lo asesoraron y testificaron a su favor. Los expertos psiquiátricos oficiales dictaminaron, sin embargo, que el acusado no era pedófilo (así que se habría comportado como tal solamente esa vez, una cara variación). La madre nunca había advertido ni sospechado nada, ni creyó a su propio hijo hasta después de concluida su relación con el reo y cuando éste se había casado con otra mujer. En Francia no hay posible recurso a esta sentencia, algo inaudito. Así que el librero se pasará diez años enchironado por algo que él siempre ha negado y que nadie ha probado que cometiera. Su única esperanza es lograr un nuevo proceso, por algún defecto de forma en el celebrado. Es muy remota, se sabe estadísticamente que la Justicia francesa casi nunca concede esa segunda oportunidad.

Así que mi primer artículo se tituló "Cuando la acusación se hace condena", pues no de otra cosa se trata. No creo disparatar si digo que esa situación constituye la mayor perversión posible de la idea de justicia. Y nos es bien conocida, como a todo ciudadano con memoria de una dictadura. Fue una de las características de la franquista, sobre todo al término de la Guerra Civil, cuando cualquiera podía ser acusado -y proliferaban las denuncias y los ajustes de cuentas-, sin que los acusadores se vieran obligados a demostrar la culpabilidad del reo, sino éste a probar su inocencia. Tarea casi imposible, y de ahí que uno de los principios inconmovibles en la aplicación de la justicia sea la tan mentada presunción de inocencia. Pues si alguien me acusa de haber asesinado a mi vecina y no se le exige aportar pruebas de ello, ¿cómo puedo demostrar que no fui yo, que no lo hice? Por eso es tan grave el asunto: cuando la mera incriminación de una parte obtiene crédito a priori y sin más, entonces ya no hay justicia -porque el juicio está de sobra- y además nadie está a salvo.

Todo esto parecía tan obvio que no sé ni cómo hay que hablar de ello. Pero lo cierto es que el pasado 15 de febrero el titular de la página 30 de este diario rezaba: "La declaración de la víctima de delito sexual, prueba suficiente para el Supremo", el cual había confirmado una sentencia, también de diez años, contra un hombre acusado del delito continuado de estupro contra su hijastra. El reo había recurrido (al menos aquí eso es factible), alegando, justamente, que se había vulnerado su derecho a la presunción de inocencia. Pero el Supremo, increíble y escandalosamente, destacó que "existe una prueba de cargo consistente en las declaraciones que la ofendida realizó". Y añadió, para mayor asombro y vergüenza, que esa prueba "es suficiente en los delitos contra la libertad sexual en los que lógicamente no hay testigos de lo sucedido". El colofón era que en esta causa "las declaraciones de la víctima son reiteradas, coherentes, sin fisuras, sin ambigüedades y en ellas no se aprecia contradicción alguna".

No puedo ni me compete saber si este individuo es o no culpable, ni si son inocentes el librero parisiense o un ex-fubtolista francés que me escribió en idéntica situación, tras leer la pieza de Le Monde. Pero sí sé que el primero y el segundo han sido condenados sin pruebas, por lo que se ve, o con una supuesta prueba sacada de la manga de los jueces y que en modo alguno lo puede ser. A aquel texto mío contestó con otro un Procurador (suplente) de la República Francesa, encargado del Tribunal de Menores de Nantes. Se llamaba Bonhomme y me espetó en el título: "¿Qué sabe usted de las víctimas, monsieur Marías?". Su tipo de razonamiento no me pareció digno del nombre, pero veo que el señor suplente no es el único en exigirle poco a su raciocinio, pues su mayor aportación argumentativa se asemejaba mucho a la de nuestro Tribunal Supremo.

"¿Qué tienen las víctimas", exclamaba, "aparte de su palabra?... En la mayoría de los casos, los abusos se dan en el secreto del domicilio familiar, a escondidas de la sociedad. Y van acompañados de presiones, amenazas". Más adelante me reprendía: "¿Qué sabe este escritor del sentimiento de vergüenza y de culpabilidad que acompaña a estas víctimas, que las hace callar largo tiempo?".

Grandes verdades e iluminaciones, las de monsieur Buenhombre. Lástima que yo no las hubiera negado ni discutido, como tampoco lo hago ahora con las del Supremo español: claro que los menores encuentran enormes obstáculos para denunciar esas situaciones; claro que no suelen existir testigos como no suele haberlos de casi ningún delito, los delincuentes lo procuran al máximo; claro que a menudo lo único de que disponen las víctimas de esa índole es su palabra.

Pero, mal que nos pese y aunque así sea, la frecuencia de tales dificultades y circunstancias no basta para que los tribunales adopten la insostenible postura de dar sistemáticamente la razón al acusador, porque a éste no le sea fácil demostrar su acusación. Esto es una aberración jurídica, un atropello, supone lo que antes dije, que baste con ser acusado de algo para ser condenado por ese algo. No es indiferente, me temo, que el abuso judicial se esté dando en los casos de abuso sexual de menores. El crimen de pedofilia violenta resulta tan repugnante que se ha convertido seguramente en lo peor de que alguien puede ser acusado hoy. Y por eso, por lo odioso del delito y el temor a que pueda quedar impune, se va

Javier Marías es escritor.

Culpable o culpable

asentando una tendencia por parte de jueces, psicólogos, pedagogos y la sociedad en general, a creer siempre a la víctima, y así ocurre que el acusado de tal infamia recibe ya por ello una mancha de tal calibre que se ve obligado a defenderse desde una posición desventajosa, porque en cierto sentido la sociedad "quiere" que el acusado de pedofilia resulte condenado ya sólo por eso, por haberlo sido, dado el carácter horrendo de su hipotético crimen.Sólo por ese motivo la actuación de los jueces debería ser extremadamente exigente y escrupulosa en estos casos. Se supone que un juez es alguien con mayor discernimiento y templanza que la mayoría de sus conciudadanos, menos propenso a dejarse influir por las presiones mediáticas o los estados de opinión vigentes, por las histerias colectivas o por lo que "pide el ambiente". Un juez (más aún si es del Supremo) debería estar especialmente en guardia contra las creencias, anatemas y prejuicios de su época. Y así, si hay una tendencia casi inercial a creer a quien acusa de estos delitos, debería aplicarles la lupa mayor de que disponga. Pero si no basta la sola palabra de la víctima, y la índole secreta de los hechos hace improbable la existencia de testigos ni pruebas, ¿qué puede hacer esa víctima? Por triste que resulte, la respuesta es sencilla: lo que todas las demás víctimas de cualesquiera delitos cuando carecen de pruebas. Tal vez nos encontremos aquí ante una especie de aporía o callejón sin salida judicial, ante algo casi irresoluble. Pero para eso están los juristas y los propios jueces: para pensar, deliberar, dilucidar, inventar. Nada de esto han hecho los miembros de este Supremo nuestro, sino tomar una decisión tal vez halagadora para la sociedad alarmada, pero que contraviene la idea misma de justicia. Según su sentencia, es de suponer que si los acusadores del famoso caso Arny se hubieran mantenido "coherentes, sin fisuras, sin ambigüedades ni contradicción", los falsamente acusados habrían sido condenados sin necesidad de más prueba que la declaración de aquéllos.

Los señores del Supremo no parecen haber reparado -y también para eso se los sustenta- en la descomunal arma (delictiva e impune) que con su decisión se entrega a cuantos deseen vengarse o represaliar, arruinar una reputación o quitarse de en medio a un adversario. Cualquiera sabe que la calumnia es muy tentadora para los adultos, y que los niños pueden ser unos ángeles, pero también que son capaces de mentir como el que más o aun por encima, pues lo hacen a veces con el desparpajo de quien no calibra las consecuencias posibles de su mentira. Cualquiera sabe, asimismo, que los mayores pueden manipularlos e inducirlos con facilidad, así como inculcarles fantasías y convencerlos de que ha ocurrido lo que no ha ocurrido. Empieza a ser frecuente en los países escandinavos que mujeres sin escrúpulos o con el suficiente odio acusen falsamente al marido, al divorciarse, de haber abusado sexualmente de los hijos, una manera rápida de obtener su custodia. Sin duda, habrá muchos acusados culpables; pero lo que también es seguro es que, con los precedentes que está hoy estableciendo la mal llamada justicia, todo acusado de esos delitos se halla en una situación próxima a la indefensión. Y ya no hay proximidad, sino indefensión plena, si se sigue, como se aplicó de hecho al librero, otro de los "razonamientos" del suplente Bonhomme, quien me revelaba -gran indicio de culpabilidad- que "el rasgo psicológico dominante" de los abusadores es la negación de los hechos. (Santo cielo, que esto haya venido de un compatriota de Descartes; claro, que también será compatriota de los idiotas de Flaubert, Bouvard y Pécuchet). ¿Quiere esto decir que si uno no ha cometido el delito más vale que confiese que sí, a fin de que negarlo no lo acuse todavía más? Eso quiere decir. ¿Significa que si uno confiesa su culpabilidad será, lógicamente, considerado culpable, pero si proclama su inocencia ello se volverá en su contra y lo señalará como culpable también? Eso significa, y así se deja al reo tanta salida como en los procesos estalinistas. Hacia ellos parecen encaminarse tanto los tribunales franceses como los españoles, porque parecen haber olvidado que sólo la palabra de alguien no es ni puede ser jamás prueba definitiva y condenatoria contra un acusado que niega lo que se le imputa. Y una vez que eso se olvida, la justicia desaparece y ocupa su lugar una farsa despótica.

A monsieur Bonhomme le contesté en otro artículo que Le Monde no publicó. Le recordé el caso del juez de Menores de Sevilla, falsamente imputado en el caso Arny con gran astucia: para destruir a alguien con ese cargo, nada más eficaz que acusarlo de la corrupción de "sus" menores. Se le arruinó la vida a ese juez, pero, dentro de todo, tuvo suerte. El título de mi segunda pieza respondía a la pregunta del procurador suplente: "Sé que la próxima víctima puede ser usted, monsieur Bonhomme". Lo mismo les digo a los esclarecidos u ofuscados miembros de nuestro Tribunal Supremo. Y, cómo no, también les deseo suerte: tras su sentencia, ya lo dije, nadie está a salvo. Ni siquiera ellos.

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