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Primavera

Propongo que ya sea primavera. No es un capricho: todos sabemos en Madrid que la primavera nos llega cada año un poco antes del 21 de marzo, así que sería lógico que, ante notario, se levantara acta para que los madrileños pudiéramos adelantar esta estación y ampliarla al antojo de la obviedad con que anualmente nos apremia. Digo que en Madrid la primavera nos llega cada año antes del 21 de marzo porque los madrileños lo sentimos así, y sólo es verdad lo que se siente; lo otro son hojas de calendario, pautas comunitarias, pactos horarios, caducas convenciones: una arbitrariedad. Ya es primavera, como todos sabemos.En Madrid vivimos para la primavera, así que no resultaría descabellada mi propuesta. Digamos que nuestro corazón infantil conserva un orden colegial de estaciones, es decir, que para nosotros el año comienza a finales de septiembre, o sea, en otoño.

En otoño volvemos del sueño del verano, tenemos que readaptarnos a la vigilia del trabajo o de las clases, nos reencontramos con los compañeros y amigos, conocemos a los nuevos, estamos obligados a replantear nuestras tareas y a poner en alerta nuestra sensatez. Si nos organizamos bien, estoy segura de que al otoño podríamos robarle unos días al final, cuando ya estamos centrados, para dárselos a la primavera.

Después viene el invierno, que, aunque disimulemos, a los madrileños no nos gusta nada, porque, a pesar de que parezca un contrasentido, somos más mediterráneos que mesetarios y aquí hace demasiado frío para nosotros.

Llegados a esta estación, reconozco que mi propuesta para robarle días puede resultar un tanto radical, dado que yo, sin pensarlo dos veces, me haría, para dárselos a la primavera con el 24, el 25 y el 31 de diciembre, así como con el 1 de enero. Cuatro días, no está mal. Pero me avengo a que esto se someta a consideración popular, que todos tenemos nuestras manías. De lo que estoy segura es de que al final de enero sí estaríamos todos de acuerdo en arañarle casi una semana. Unos días a febrero, que ya está acostumbrado a su condición de ser menos, y nos ponemos, ante notario, en plena primavera.

Así que, 5 de marzo: primavera. Madrid se ilumina y sonríe, se percibe un afán, se recupera un movimiento que tanto abrigo había ralentizado, perdimos la bufanda en algún sitio, lo que da paso, de nuevo, a la nuca, redescubrimos el brillo de los ojos, el brío de las manos despojadas de guantes engañosos, las calles nos llaman con tibieza, sabiendo que acudiremos a su velada ansia: somos tan primaverales, los madrileños.

Todo en Madrid sucede en primavera, lo anterior sólo ha sido su preámbulo. Nos hemos esforzado, como buenamente hemos podido, en asemejarnos a dignas, cumplidoras y laboriosas hormiguitas. Y algo hemos hecho, aunque digan por ahí que en Madrid siempre andamos de juerga. Nuestra cosecha se recoge en primavera: estamos guapos y dispuestos, animosos, más jóvenes, acudimos a las convocatorias interesantes, se fallan premios y alguien los gana, se va acercando la Feria del Libro (¡qué felices encuentros! ¡qué felices encuentros!), los árboles acechan su propio acontecimiento, los coches avanzan menos tristes, vamos de la mano del sol.

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Pero, en realidad, lo que verifica mi tesis es un hecho, aunque tópico, incontestable. Es la verdad: los madrileños nos enamoramos en primavera.

Siento parecer antigua, o cursi, poco original o excesivamente enferma de literatura, pero me estoy refiriendo a un hecho empírico, experimentado, demostrado, contrastado, disfrutado, evocado, esperado, casi planeado: los madrileños nos enamoramos en primavera. Quien quiera (de fuera) comprobarlo que venga y lo vea. En Madrid, en primavera, los madrileños nos enamoramos de la ciudad, de las cosas, de la gente, de la luz, de nosotros mismos. Nos preparamos para el sueno de un verano que no es de Madrid. Nos enamoramos de ti. Yo creo que todo esto es más que suficiente para que mi propuesta sea sometida a escrutinio y decidamos, ante notario, que hoy ya es primavera.

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