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Año 2000

MATÍAS MÚGICA La cosa pasa en una autovía de Estados Unidos, no en el año dos mil, sino bastante antes, en la próspera posguerra norteamericana, o eso parece por los vestidos y por los coches. La cosa pasa, además, en una novela: Humbert Humbert, el desalmado depravador de ñiñitas, conduce despacio por la highway camino del próximo motel de carretera donde, como tantas veces, se detendrá, pedirá una habitación doble, sacará el monstruo a pasear y estuprará a su hijastra de doce años, que viene a su lado. Pero todo eso va a ser luego. Por ahora Humpty Dumpty es un entrañable viudo cincuentón de viaje por el país con su hijita. Todavía rige en su cabeza el hombre sensible y cultivado. Y ¿qué hace, déjenme que les pregunte queridos lectores, un hombre cultivado, que conduce despacio por la autovía en la tibieza del sol de otoño junto a la mujer que lo arrebata? Su sagacidad de ustedes no dejará de adivinarlo: un hombre cultivado, en esas circunstancias, inevitablemente, habla de amor. Pues claro: Humpty, dueño de un público cautivo, como lo sueñan todos los pelmazos, le coloca a su hijastra una inacabable turra sobre el Amor, el Bien, lo Bueno y lo Bello, insensible a la creciente cara de suicidio de la preadolescente, que, muda y lúbrica, aguanta mecha. En esto se oye un clic. Lolita da un grito. Se le dilatan las pupilas ¡Calla!, le grita al poético pelmazo. ¡Mira!: en ese preciso instante el cuentakilómetros ha agotado el 99.999 y está pasando al 100.000. Se está operando el milagro. Los numericos se corren todos y sale uno más al principio, prodigio fascinante, espectáculo raro e infrecuente, como el rayo verde, digamos, o la licuación de la sangre de San Genaro. Suficiente para dejar a un pelma con la brasa en los labios. De la escena se desprenden varias enseñanzas. Por ejemplo: ¿qué es lo que verdaderamente pirra y entusiasma a un ser humano no deformado en alguna de las muchas escuelas del aburrimiento? Pues naturalmente lo insólito, cualquier cosilla que solo pase de vez en cuando. Desde luego lo que no le importa a nadie es el trabajoso mar de paja con que Humbert (pero ponga usted si prefiere cualquier nombre, el suyo mismo, por ejemplo, amado lector) adorna sus pequeños instintos; instintos, en su caso, poco presentables (¿y en el suyo, querido lector?). Honda lección. Duro batacazo. Pobre Humpty. Pero lo que resulta más instructivo del caso, y revela a mi juicio el genio observador de Nabokov, es el detalle de la fascinación humana por los saltos de la numeración, los cambios de órdenes, origen de todas esas celebraciones convencionales que son los aniversarios. Y no es cosa de niños: no de otra manera sino como Lolita se pirra y se pasma, nos pirramos todos en la espera de que cambie el numerico, cualquier numerico, da lo mismo. Se suspende la vida, deja de soplar el viento, el interlatido de nuestro corazón se alarga hasta el ahogo cuando sentimos acercarse el instante, cuando un 999 crepuscular, reversible e inexorable, se encuentra con su destino, dobla el cabo, se acerca al precipicio, se cae al hueco oscuro, y viene la debacle, el salto y todo vuelve al cero, como siempre, como era en el principio ahora y siempre, por los siglos de los siglos. Hay algo religioso en esta fascinación humana por los bandazos de los numericos. Díganme ustedes: en el fondo ¿quién era el frívolo, Lolita o Humbert? En fin. Viene todo esto, y perdónenme la brasa auténticamente humbertiana que les acabo de colocar, a cuento de la multitud de artículos, comentarios y discusiones sobre el cambio de milenio: que si no es este año, que si es el siguiente, que si además Dioniso el Exiguo se coló en cinco años... Pero vamos a ver: al fin y al cabo ¿a qué estamos esperando todos (si es que esperamos algo)? ¿a que cambie el milenio? ¿Eh? No, lo que estamos esperando, lúbricos y primarios como Lolitas, es sencillamente a que dé la vuelta el marcador. Placer inmenso. Sutil encandilamiento.

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