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Al modo de un daguerrotipo

LUIS DANIEL IZPIZUA Es de ese modo, con las palabras del título, y no como una fotografía acabada, como define Javier Ugarte el importantísimo trabajo que ha realizado en su libro La nueva Covadonga insurgente. No resulta fácil atrapar "la lógica informal de la vida". No lo es cuando tratamos de hacerlo con el momento presente, y la tarea es mucho más ardua si la intentamos con épocas pretéritas, de las que sólo nos queda como testimonio vivo la impresión palpitante de los acontecimientos en la memoria de algunos supervivientes. Ciertamente, la historiografía tiene además otros instrumentos de penetración en el pasado, instrumentos que en esta obra no se desdeñan, pero lo sobresaliente aquí es esa ondulación de la vida que se palpa ente los vericuetos del drama. "Aquella mañana Álvaro Barrón Lete, vecino de Salinillas de Buradón, un pequeño pueblo de la Rioja alavesa, se despertó inquieto". Así comienza el libro. Y, sin embargo -y aún encerrando las formidables trayectorias de Álvaro Barrón, Casimiro Lasheras o Benedicto Barandalla, entre otros- no es una novela. Hay algo sorprendente en este encaje de observación, explicación y presencia. Los tiempos ofrecen siempre hitos, datos, a los que se ha solido agarrar el historiador para explicarlos. Se trata de tomar una distancia, alejarse de los hechos y fijar, si el historiador es honesto, un punto de vista cuyas coordenadas se explicitan. El tiempo estudiado queda así fijado en su lejanía, clausurado como un objeto; es, sin duda, un tiempo del que se habla, nunca un tiempo que nos habla. No es este el caso. En el libro de Javier Ugarte, los hechos nos hablan al oído, y sin embargo fueron. No queda duda alguna de su estatus: fueron, en tanto que pertenecen al pasado, y fueron porque su ámbito de realidad queda palpablemente mostrado por el libro. Y tampoco queda duda de que también habla el autor, ni de cuál es el lugar desde el que nos habla. Ese lugar nada tiene que ver con el que ocupan los protagonistas de aquellos acontecimientos, carlistas alaveses y navarros del 36. Me atrevo a decir que Javier Ugarte podría estar entre sus enemigos de entonces. Y, no obstante, los quiere. No con un amor que intente redimirlos, sino con un amor que los deja exactamente donde estaban. En esa mezcla lograda de amor y justicia reside otro de los grandes méritos de este libro. Pero encierra otros logros. Así su muy convincente análisis del ethos local de las sociedades navarra y alavesa de la época como clave fundamental de la insutrección masiva. Su énfasis en el carácter moderno de la insurrección carlista, como aportación de masas a un movimiento similar a los que se estaban produciendo -fascismos- en otros países europeos: "Sin haber leído a Sorel, ni a Marinetti, a T. E. Hulme, o a Yeats y a T. S. Eliot, creían en la fuerza del activismo, en el gesto viril, el vitalismo y la fuerza de la emoción. Ellos lo habían obtenido de sus lecturas de las gestas heroicas del pasado siglo, pero, sin duda, eran permeables al irracionalismo imperante en la Europa del momento". Es notable igualmente su análisis del conflicto entre lo que él denomina "stablishement" y el movimiento radical -carlistas en este caso-, que se saldaría con el triunfo final del primero. Y un remedio contra la ceguera: su revelador desvelamiento de Pamplona -la nueva Covadonga- como topos crucial para la puesta en marcha de la nueva cruzada. No resulta fácil sustraerse a una lectura proyectiva hacia el presente de este libro. Sin embargo, no creo que le haga ningún favor involucrarlo en un debate ideológico en el que domina la patraña. Pretender enarbolar este libro contra las manipulaciones históricas de cuatro publicistas es una barbaridad. Este libro no está escrito para desmontar la pretensión de que la última guerra civil fue una agresión de los españoles contra los vascos. No es esa su enseñanza. Pero a mí sí me hace pensar en si todas nuestras últimas desventuras no derivarán de nuestra pertinaz resistencia a desembarazarnos de ese ethos premoderno, unívoco, de adscripciones unitarias fuertes y que, aunque esté condenado al fracaso, y precisamente por ello, sólo puede general el desastre.

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