El Prado
Cada vez que visito lo que se llamó "la primera pinacoteca del mundo" siento ganas de llorar.Una exposición permamente deshecha, obras de diversos autores mezcladas según misteriosos criterios, deslumbradores brillos de sedas en las paredes, multitud de triunfalistas exposiciones, grupos de excursionistas vociferantes, niños arrastrándose por los suelos intentando entender a sus maestros, guardias de seguridad (demasiados) contándose sus vidas, aburridos y enfadados conserjes, desencantados turistas y abochornados españoles.
Necesito respirar, así que salgo a la calle y empiezo a imaginar ese futuro Prado de pasarelas y esos Jerónimos "a lo Sofidú". ¿Se pueden tocar impunemente los edificios nobles? ¿Puede un obispo vender un claustro que es patrimonio de todos los españoles?
Nacen más preguntas: ¿qué pintan los políticos en el mundo del arte? ¿Cuántas comisiones hay por medio? ¿Quién controla todo a dedo? ¿Dónde están los verdaderos expertos, aquellos a los que el mundo conoce por su larga obra cultural y que dieron gloria al Prado? ¿Es que no podemos aprender algo de los maravillosamente renovados museos de otros países? ¿No bastan ya 15 años de destrozo? ¿Se piden cuentas luego a los autores de los desaguisados? Si "la nave insignia del país es el Prado", ¿por qué se la dirige hacia Escilla y Caribdis? ¿Tiene cura la soberbia?
A las tres de la tarde vuelvo a entrar en el museo. Amortiguado el barullo, puede escucharse el aletear de cientos de criaturas y entonces comprendo cuanto ocurre en el Prado y en España: la Razón duerme, y ya sabemos lo que produce el sueño de la Razón.-
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