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Tribuna
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El taxi

Un solo muerto es siempre demasiado. Nadie debería vivir con la amenaza de que alguien pueda acabar vilmente con su vida como le ocurrió el sábado pasado al taxista Rafael Martínez Bernabéu, un profesional de 52 años al que metieron un tiro en la nuca para robarle 21.000 cochinas pesetas. Entiendo cualquier reacción de repulsa e indignación por un suceso así, y comprendo igualmente la preocupación suscitada entre sus compañeros, quienes lo primero que se plantean es que cualquiera de ellos puede ser el siguiente. Todo eso es natural.Lo que ya no resulta tan lógico ni comprensible es que haya quien esté dispuesto a aprovechar circunstancias tan dolorosas para librar batallas corporativas en posición de ventaja. El espectáculo que dieron el domingo pasado en el cementerio de Alcorcón quienes increparon y acorralaron al presidente de la gremial del taxi, Eladio Núñez, fue simplemente deleznable. El señor Núñez se merecerá que lo abronquen hasta quedarse afónicos, pero quienes gritaban no pudieron encontrar peor momento que aquél, ante la familia, los amigos y el cuerpo sin vida aún caliente del compañero asesinado, para sacar a relucir las inquinas internas que subyacen en el sector. Sólo la mano izquierda del delegado del Gobierno, Pedro Núñez Morgades, que metió en su propio coche oficial al jefe de la gremial, evitó que el bochornoso incidente pasara a mayores. Tampoco fue de recibo la operación de castigo improvisada horas antes por las asociaciones del taxi contra la ciudadanía ajena a los acontecimientos. A las doce iniciaron una huelga completamente ilegal que dejó sin servicio en una noche heladora a quienes salieron a celebrar las fiestas de carnaval y habían confiado a ese servicio público su movilidad.

Los enfurecidos taxistas no tuvieron misericordia alguna con quienes vagaban por las calles de la ciudad con la máscara en el cogote buscando un transporte que les librara del frío y devolviera al calor de sus hogares. Los profesionales que, por despiste o falta de convicción en el paro, admitían pasajeros eran recriminados por los piquetes, que llegaron en algún caso a obligarles a echar a su cliente del vehículo. Los ciudadanos de a pie, y en esa circunstancia nunca mejor dicho, volvían a pagar, sin tener culpa alguna, por un problema de seguridad del que todos, no sólo quienes conducen un taxi, somos víctimas potenciales en cualquier esquina de la ciudad. La gélida estadística arroja un balance de siete taxistas asesinados en los últimos ocho años, un dato que, en términos comparativos, no revela riesgos mayores del que corren otros muchos colectivos profesionales. Sí soportan, en cambio, con especial intensidad la acción del pequeño delito del que suelen salir afortunadamente indemnes aplicando la táctica de no oponer resistencia al agresor. Un sensato y razonable proceder que, sin embargo, termina quemando al más templado porque nadie aguanta estar 12 y hasta 14 horas clavado ante el volante para que venga un chorizo y se lleve el fruto de su trabajo. Las asociaciones del taxi harían bien en olvidar sus discrepancias e intereses mezquinos y preocuparse de buscar soluciones eficaces que mejoren las condiciones de trabajo de los profesionales a los que, supuestamente, se deben. Lo mismo deberían hacer el Ayuntamiento y la Comunidad, administraciones a las que compete el sector.

Un buen principio es el cambio de actitud del Gobierno regional, que, después de inhibirse hasta el extremo de no acudir a la comisión de seguridad del taxi convocada por el delegado del Gobierno, escenificaba un golpe de efecto en el pleno de la Asamblea del pasado jueves. El presidente Gallardón sorprendió a todos sacando de la chistera una propuesta para cofinanciar, junto al Ayuntamiento, el Ministerio del Interior y los propios taxistas, el llamado sistema GPS de localización de vehículos vía satélite. Su ale hop! dejó a todos descolocados mientras él abandonaba la Cámara con la sensación de haber atenazado un buen puñado de votos. Una iniciativa interesante, aunque lo sería mucho más avanzar cuanto antes en la implantación de un vehículo monovolumen capaz de incorporar ese y otros sistemas de seguridad, mejorando de paso la comodidad y el servicio a los pasajeros, que alguna atención también merecen. Nadie más debería morir para lograrlo.

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