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Tribuna:LAS ELECCIONES PARA ESTRASBURGO
Tribuna
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La oportunidad europea

Europa tiene ante sí uno de los mayores retos de su historia. La construcción europea dará, con la moneda única, un paso doblemente importante. En primer lugar, por las consecuencias que sobre la economía mundial y la de los países miembros tiene esa decisión En segundo, por la gran capacidad de acuerdo que se ha requerido. Alcanzada con mayor o menor voluntad, según los casos, esa capacidad de acuerdo, de pacto, afianza la irreversibilidad y reafirma el futuro del proyecto europeo. Un proyecto que persigue la reconstrucción sin conflictos, guerras ni imposiciones de un espacio común; la asunción del reto de la convivencia en democracia como único camino para encontrar soluciones justas a esos viejos y nuevos problemas.En ese momento estamos. Conviene ser conscientes de que de lo que ahora hagamos depende el futuro de Europa. Y es precisamente por ello que las elecciones al Parlamento Europeo del 13 de junio cobran una dimensión política como nunca antes han tenido. Deberían servir, más que para una reiterada exposición de puntos programáticos concretos, para ofrecer proyectos.

Cada vez más se requiere pensar las realidades políticas en sus interdependencias y sus interacciones. Las realidades mundial, europea, española o catalana no pueden ser pensadas separadamente. No tiene sentido hacer proyectos para Cataluña o España al margen de la dimensión europea. La revolución tecnológica, la mundialización económica, la reorganización de la defensa o la sociedad de la información hacen necesario pensar esas realidades histórico-políticas conjuntamente. Ninguna propuesta sobre alguno de esos espacios puede hacerse sin tener en cuenta los otros.

En estas mismas páginas, Felipe González presentaba no hace mucho un artículo sobre Europa como frontera de nuestra ambición cuyos contenidos comparto ampliamente. En él suscribía bastantes cosas que desde el catalanismo político venimos defendiendo hace tiempo. A destacar: la necesidad de reflexionar y marcar líneas de proyecto europeo, la búsqueda de los elementos de cohesión de sus ciudadanos y la priorización de valores sociales. Y resaltaba la importancia, en todo ello, de un tema: el reparto del poder político. Es ésa, ciertamente, una cuestión clave. Lo es en la medida en que se presenta como previa a las demás: ¿cómo debemos organizarnos, la ciudadanía europea, para la resolución de los grandes retos planteados?

De la manera más justa y libre posible debemos dotarnos, ante todo, de una nueva organización del poder político. Debe ser nueva, porque son demasiadas las cosas que han cambiado. Debemos buscar la mejor o las mejores fórmulas de organización política, garantizando el respeto y la protección de la libertad de los individuos y el ejercicio de sus derechos.

No es tarea fácil. Se trata de desarrollar un modelo nuevo y diferente de convivencia que haga posible la cohesión. Hay que hacer un esfuerzo de imaginación y promover una nueva cultura política. Europa busca nuevas soluciones y nuevos puntos de vista. A esa búsqueda algunos la hemos llamado la tercera vía, aunque sabemos que esta fórmula también ha servido a otros para cierto oportunismo bastante vacío de contenido. Así, pues, no bastan las palabras solas si no las acompañan las ideas y los contenidos que las llenan de sentido.

Tampoco nos vale caer en el simplismo de tomar el principio de subsidiariedad como guía. Es una buena idea que hay que aplicar. Pero ni el poder político ni ninguna forma de organización social pueden someterse exclusivamente al criterio de la eficacia. Debe perseguirla, pero no puede ser su guía, puesto que no garantiza y a veces hasta entra en conflicto con la corrección de las desigualdades y los desequilibrios. La eficacia, lo práctico, no es necesariamente democrático. Hay que anteponerle aquellos valores sociales compartidos antes citados.

Someter la política a la eficacia es renunciar a cualquier proyecto. Las fórmulas eficaces deben servir a la política, y no al revés.

Es claro, pues, que no bastan las soluciones simples, vengan de la derecha o de la izquierda. Una realidad compleja -y la europea lo es- requiere soluciones complejas. Y ahí hay que escuchar las voces de los nacionalismos, porque negársela es negar esa -o parte de esa- complejidad.

Ante las soluciones globales que venían del eje derecha/ izquierda hay que aceptar las aportaciones de otro eje -éste transversal- en el debate. Y esa línea la dibujan los nacionalismos y las identidades.

Ahora que el centro de poder pasa de ser unívoco (el Estado) a ser múltiple sería absurdo negar el interés que tienen las voces de aquéllos que, habiéndose visto a menudo negados de cualquier instrumento de poder u organización política, han sido capaces de mantener una cohesión, una identidad y una voluntad colectiva.

Podemos aportar mucho. Principalmente, un valor, el de la convivencia. La idea de convivencia va más allá que la de tolerancia. Tolerar es una mirada superior. Y no basta. No podemos entrar en relación con los otros si no aceptamos el riesgo de cambiar uno mismo. Convivir es vivir con, es comunicación, diálogo entre iguales, intercambio, proyectos comunes... Convivir es pensar conjuntamente el futuro. Y alimentar el respeto por las identidades. Convivir es, también, estar dispuesto a compartir el poder.

Por ello, cuando, al hablar de cómo repartir el poder, hablamos de soberanía compartida, lo hacemos porque esa idea es la traducción política de algo previo: la convivencia. Quiero hacer notar que en la expresión soberanía compartida tienen tanta importancia la primera como la segunda palabra. Hablamos tanto de lo uno como de lo otro. Pero sobre todo hablamos de asumir el reto de la convivencia.Hay que dejar, pues, de caer en tópicos sobre los nacionalismos y aceptar que de ahí pueden venir propuestas tan válidas e interesantes como las de cualquier otra ideología.

Demasiado a menudo se cae en la tentación de colocar los nacionalismos en una segunda división de la política, demonizándolos o elevando a categoría sus defectos y perversiones, que de seguro las tienen. Pero las tienen como cualquier otra ideología, llámese comunismo, socialismo, democracia cristiana o capitalismo. La diferencia es una e importante: mediante el ejercicio del poder a lo largo del siglo XX, estas últimas han podido exhibir, junto a sus perversiones, sus grandes logros, mientras que el nacionalismo de los países sin Estado no ha dispuesto de esa oportunidad.

Sobre la convivencia, la alteridad, la cohesión, los derechos individuales, la diversidad, compartir, poder político, reconocimiento..., el nacionalismo tiene mucho que decir. Quienes le niegan la palabra, argumentando que se trata de algo del pasado, ésos sí demuestran cierta incapacidad para interpretar el momento presente. Deberían plantearse si no son los parámetros de su análisis los que han envejecido.

Somos la primera potencia económica del mundo, cierto, pero, si no sabemos construir una Europa política que, por encima de todo, defienda unos valores y unos acuerdos éticos sobre los que sustentar las relaciones entre sus territorios y sus ciudadanos, de poco servirá. Tenemos que saber escuchar todas sus voces sin apriorismos ni falsos presupuestos. Podemos y debemos aprovechar esa oportunidad.

Pere Esteve es secretario general de Convergència Democràtica de Catalunya y candidato a las elecciones europeas.

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