Antes morir
"Llueve. Siempre llueve". Éstas son las palabras de la última novela publicada por Juan Carlos Onetti antes de morir, titulada Cuando ya no importe. Afortunadamente, no siempre llueve en Madrid, que parecería entonces una ciudad víspera de la muerte, que parecería verificar el contenido fatal del título de despedida de Onetti. Pero hace unos días llovía, siempre llovía en Madrid. Acostumbrados al sol, hechos a su necesidad, desprotegidos y desconcertados por esa humedad triste y contraria a nuestro hábito de luz, tuve la impresión de que todos los que me rodeaban tenían nublada el alma.Así que, en busca de un espejo que mostrara la desolación de esos rostros, la descomposición del orden que la luz imprime a nuestras calles, me encaminé por el paseo del Prado, mojada y sola, al Centro de Arte Reina Sofía para mirar de frente mi mirada, para encarar de pie la lluvia de mi alma ante ese cuadro de Francis Bacon, retrato de la angustia, en el que una figura reconocible aun sin contornos, tumbada sin entorno, viene a ser el autorretrato de la desintegración. No siempre debe uno mirarse en los espejos, porque sucede que cuando llueve, cuando siempre llueve, los espejos se empañan y nos enseñan lo más inasible y desasosegante de nuestros perfiles.
Pero tuve la suerte, la tenemos todos en Madrid cuando siempre llueve, de pasar, de camino a esa imagen terrible de nuestra alma nublada que es ese cuadro de Bacon, por el Museo Thyssen-Bornemisza. Entonces recordé que los espejos, cuando hay sol, muchas veces, devuelven asimismo esa imagen ideal de nuestro rostro que también conocemos.
Cierto que un cuadro es un espejo, pero en su más alta eficacia, en lo que probaría la necesidad suprema del arte, tengo la convicción de que también los ojos que lo miran, lo penetran y lo entienden pueden alterar el orden convencional y volverse a su vez espejo del lienzo. Así que dejé a Bacon para condiciones climáticas más favorables y me precipité (ritmos del alma) a la segunda planta del museo, Sala 7, Pintura italiana, siglo XVI.
Y allí estaba él, el que yo necesitaba, el cuadro de la reconciliación con el mundo, el espejo de la imagen mejor de mí misma y del otro: Joven caballero con paisaje, Carpaccio, 1510. Ante mi mirada, dejaba de llover, reaparecían los pájaros, florecían los lirios, acompañaban los perros, correteaban las liebres, danzaba en el aire una garza, ennoblecía el paisaje la silueta de un ciervo. En contraposición a la desnudez dramática y rabiosa de Bacon, Carpaccio me devolvía el pormenor necesario, el detalle imprecindible para hallar las coordenadas en la inmensidad difuminadora de la lluvia, me devolvía la disposición de la luz, la narración de un paisaje ideal y posible. Y, al fondo, el diseño de una ciudad digna y habitable, propicia y límpida, como yo quería que ese día fuese Madrid.
Ahí estaba mi paisaje deseable. Pero dándole sentido, ocupándolo, identificándose con él, dominándolo sin violencia, como sólo podría hacerlo alguien capaz de apreciar sus bondades y su belleza, estaba él, el personaje, el joven caballero, el modelo ideal, el protagonista de un mundo no contaminado, el humanista. El hombre necesario.
Ambivalente, pero no contradictorio: su mano derecha empuña con convicción una espada sin desenvainar y la postura firme de sus piernas parece soportar con determinación la melancolía de sus ojos y la nostalgia de sus labios. Porque el joven caballero, de armadura bruñida, elegante y sutil, tiene tras de sí un pavo real que simboliza la inmortalidad (la única inmortalidad posible: la de la verdad) y un blanco armiño a sus pies, símbolo de la pureza y de la integridad. A su lado, este lema: "Antes morir que contaminarse". Y lo único puro, íntegro e inmortal son la belleza y el amor. Por eso el joven caballero no nos mira de frente, porque su mirada está perdida en la evocación del paisaje perfecto que ya vieron sus ojos. Yo diría que el joven caballero de Carpaccio no es un hombre de armas, sino un poeta. Y un poeta siempre tiene la mano decidida a desenfundar su espada para defender la belleza, para defender la verdad, para defendernos de la lluvia, para que Madrid vuelva a ser nuestro paisaje ideal.Para defender el amor que se distingue en sus ojos.
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