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El relevo

Hay trances de la vida pública que debieran estar previstos y prohibidos. Cuestión de formas, simplemente. Por ejemplo, el cirio que se montó el pasado lunes en la toma de posesión del nuevo presidente de la Diputación de Valencia, José Díez Cuquerella. No hay derecho -y si lo hay debe cancelarse, repito- a que le agüen a uno la fiesta más imprevista e ilusionante de su carrera política, como ha sido en este caso recibir el bastón corporativo de mando, un episodio que tradicionalmente se ha resuelto con unos pocos discursos corteses sobre el personaje saliente y una evanescente declaración de intenciones del entrante. Las circunstancias conminaban, más incluso, a observar las habituales formalidades, siendo así que se trata de un nombramiento interino, una solución provisional para rematar la legislatura y proveer ese apetecido puesto con alguno de los cualificados aspirantes. Del secretario general del PP, Serafín Castellano, se dice que tiene todos los números. Pero no es el único que juega a esa lotería. El vicepresidente de la casa y diputado de Cultura, Antonio Lis, es otro que se despepita por la poltrona, aunque lo tiene crudo. Sus indiscreciones, tan amenas y gratas para los periodistas, lastran gravemente su promoción. Decía que no se habían observado las formalidades tradicionales y lo que debió ser un acto protocolario a la vieja y franquista usanza se convirtió en un apuntamiento contra la política corporativa desarrollada por el grupo mayoritario del PP. Diríase que los portavoces de la oposición aprovecharon la presencia del Molt Honorable Eduardo Zaplana para darle cuenta de las maldades que cometían sus huestes en la corporación. Endeudamiento al límite de la legalidad, clientelismo, caciquismo, discriminación de funcionarios, privatizaciones abusivas y etcétera. No aludieron -o eso me parece- a la disparatada vocación cultural de estos anacrónicos entes provinciales que con tal de afirmar su lugar bajo el sol institucional y justificar las nóminas abundan en actividades -museos, exposiciones, ediciones y saraos académicos- que apenas les incumben. Trastos mostrencos y predemocráticos que son. Verdad es que muchos de esos pecados denunciados no son nuevos y muy bien se pudieron revertir como un bumerán sobre sus proclamantes. Pero la acometida de la oposición sorprendió a los populares con el paso cambiado. Ni siquiera dio la talla el citado Lis, tan curtido en mil batallas dialécticas. Muy probablemente porque tampoco él cree en estos entes decimonónicos y pensase, además, que no le concernía sacarle las castañas del fuego a terceros. El mismo presidente electo careció de reflejos o de voluntad para soslayar el discurso precocinado y fajarse con sus críticos. Optó por ejecutar la partitura y no darse por enterado. Muy prudente, pues al fin y al cabo, esos pocos meses de gracia que se le otorgan le habilitan para ser inmortalizado en la galería pictórica de los presidentes que han ejercido. De la improvisada zapatiesta sí habrá tomado nota, sin embargo, la plana mayor de los populares que arropaba a su líder. Perplejos y estupefactos, asistieron al primer vapuleo electoral que ellos mismos habían propiciado con este relevo y el consabido boato. No es pensable que abonen otra oportunidad similar para que la oposición se desahogue y les desluzca el festejo. Dígase en su descargo que nunca la oposición, a lo largo de tres años, se había revelado tan imaginativa y temeraria, a la par que descortés.

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