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Bryce en un sillón Voltaire

FERNANDO VALLS Cuando hace unas semanas, durante la presentación en el Centro de Cultura Contemporánea (CCCB) de La amigdalitis de Tarzán -la última novela de Bryce Echenique publicada por Alfaguara-, se creaba una atmósfera especial, el público se reía y aplaudía con un fervor poco corriente, pensé entonces que ahora sí, que el narrador peruano se iba de verdad. Pero no porque él lo hubiera anunciado, sino porque sus lectores allí reunidos habían captado que algo ocurría y se habían congregado para despedirlo con un respeto y un cariño casi siempre ausente en este tipo de ceremonias. Alfredo Bryce Echenique llegó a España en 1985, después de haber vivido en Francia e Italia, y tras abandonar Lima con la intención de convertirse en escritor para no tener que ser banquero, como su padre. Durante unos años vivió en Barcelona, creo que en la calle de Infanta Carlota. Él siempre ha dicho que Barcelona es, junto a Perusa, su ciudad favorita. No parece exagerado afirmar que toda su vida es una pura novela, cuyo último episodio acaba de escribirlo su padre, con su secreta y aplazada herencia. Oír contar a Alfredo alguno de sus innumerables episodios, cómo consigue instalar el humor en el corazón de la tristeza, es volver al mundo ancestral de aquellos relatos orales cargados de emotividad y sinceridad. Como no tuve la fortuna de conocer a Juan García Hortelano, sólo al escritor gallego Carlos Casares le he oído narrar historias con tanta gracia y pericia como a él. Quizá Bryce ha sido el único autor hispanoamericano unánimemente aceptado entre nosotros, después de aquellos autores del llamado boom. La fascinación que en una época produjo en España la obra de Cortázar, García Márquez o Vargas Llosa sólo la ha heredado este peruano. Y la ha ido alimentando, como ninguno de sus predecesores, no sólo con sus libros, sino sobre todo con su presencia en incontables intervenciones públicas, con el relato de peripecias vitales o de aquellos memorables partidos de fútbol entre las selecciones de Perú y Bolivia... Ahora, cuando está a punto de cumplir 60 años, plenamente consciente de que "lo único que he aprendido desde que salí del Perú es hasta qué punto soy peruano", se va a vivir a Lima para no tener que cocinar para todos sus compatriotas que pasaban por Madrid... En este momento de su partida me gusta recordarlo en Almería, en la soleada terraza del Al-Andalus, a la hora del aperitivo, destrozándose el estómago al tomar un bitter tras otro porque había dejado de beber alcohol. Y en la pequeña playa de la Isleta del Moro, intentando sentarse en una minúscula toalla, mientras Juan Benet -¡qué extraordinaria pareja!- observaba impasible sus curiosas maniobras. O en un aula de mi universidad, abarrotada de unos estudiantes que habían disfrutado ese curso con la lectura de La vida exagerada de Martín Romaña. Y, ¿por qué no?, en mayo pasado en Santander, cuando tras una sesuda conferencia sobre la historia del Perú, esgrimió unos argumentos muy bien fundamentados frente a unos defensores de la violencia revolucionaria. O en Casa Leopoldo, hace unas noches, contándonos con irónico entusiasmo, entre un picoteo de gambas, almejas, navajas y pan con tomate, todo ello condimentado con su peculiar humor, las curiosas andanzas de las dos gemelas de ocho años, hijas de su actual novia. Sí, después de 34 años en Europa, donde ha tenido que vencer la timidez, la soledad, la depresión y el insomnio, Alfredo -la oveja negra de la familia Bryce- pone casa en una Lima de más de 10 millones de habitantes, ya casi desconocida para él. En mayo, este narrador de la decadencia que es Bryce Echenique, volverá a España para presentar su nuevo libro de cuentos, Guía triste de París. Que nadie dude que vendrá a menudo, mientras que entre trago y trago de Vodka Absolut con tónica -aunque si trabaja no bebe- le da forma narrativa a sus andanzas españolas. Irse es quizá ahora la única manera posible de permanecer con nosotros, su forma de devolvernos en la ficción lo que aquí le ha ocurrido. Me imagino que Bryce ha vivido estos últimos años intentando armonizar contrarios, entre ese soneto de Miguel Hernández que dice "me voy, me voy, me voy... pero me quedo", y aquel otro de Lope de Vega que comienza: "Ir y quedarse y con quedar partir / partirse sin alma e ir con alma ajena". Ahora, ya sólo me queda pedirle que no olvide que nos deja sin el sillón Voltaire, que recuerde que nos quedamos -como la vieja ama Mama Rosa- dándole pena a la tristeza.

Fernando Valls es profesor de Literatura Española Contemporánea en la Universidad Autónoma de Barcelona.

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