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Basura del corazón

A.R. ALMODÓVAR Durante años la prensa rosa tuvo sus rincones propios, y apropiados. La peluquería, el cuarto de baño, la sala del dentista. Pero poco a poco fue ganando cotas y espacios de mucho más relieve. Primero fueron las contraportadas de los periódicos serios. Total, un poco de frivolidad no le hace daño a nadie, sobre todo si es al final del trayecto. El mundo está tan desabrido que a quién puede amargarle la boda más brillante del planeta, la pasarela más descocada, la putilla más transparente. Y es que la población, sumida en la mediocridad de sus vidas y en la cochambre de las hipotecas, lo que necesita es amor, mucho amor, aunque sea de prestado. Porque se trata, ya lo saben, del amor de los otros, los de allá arriba, un amor festoneado de champán y lentejuelas que por lo visto es el auténtico, el que ni usted ni yo, pobres mortales, conocemos ni conoceremos. Así que, poquito a poco, las memeces más lindas se fueron adueñando de nuestras almas y de nuestros televisores, que viene a ser lo mismo. Y no en horas altas, cuando los niños duermen y no tienen por qué enterarse de a qué clase de mundo les hemos traído, con quién se desbraga la señora de tal, o con quién se anda acostando ese otro pendejo últimamente. No, no. A las horas de máxima audiencia, para que todo el mundo se entere y se empape bien de lo mísero que es su vivir. Pues matrimonios desconvenidos, embarazos maravillosos, cupletistas que filosofan en cuanto te descuidas, aristócratas que ven a la Virgen, viejas casas nobiliarias arrastradas por el polvo de un gigoló irresistible; todo eso, tan bello, no puede deberse a la mera ambición de una prensa canalla, de unos fotógrafos sin escrúpulos, de unos gobernantes que utilizan la televisión para vaciar las mentes de las criaturas y luego rellenarlas de baba. No. Lo que pasa es que usted y yo somos unos envidiosos, incapaces de comprender por qué realmente una princesa se rompió su vida de cristal contra el hormigón de un paso subterráneo, por qué un príncipe quería ser el tampax de su amante, por qué la Lewinski ya no tiene quien le compre sus Memorias de una mamónida. Son cosas que no están a nuestro alcance, y basta. Ya casi cuesta recordar qué era de nuestras vidas antes de todo eso. Pero íbamos tirando. Ignaros y propensos al talento inútil, descarriados, metafísicos sin rumbo, hedonistas fracasados. Y teníamos nuestra televisiones como un recurso familiar; humildes ellas, pero dignas. Algunas hasta con doble entrada, como los pisos de los señores. Mas de pronto se conoce que un malvado virus las infectó a todas. Escaló las cumbres de las cordilleras de la patria y empezaron esas torretas, todas al unísono, a escupir basura, purpurinas y merengues, que a todos nos pusieron perdidos. Uno se miraba la ropa conforme pasaba por delante del televisor y decía: ¡anda, de quién será esta pelusilla de pubis que me ha caído en la chaqueta! ¡Uy, y esta poquita de mugre de glamour, qué hace en mi camisa! Y es que todo había cambiado en las alturas. Algún pervertido Merlín había convencido a los genios de segundo nivel de que lo mejor era despachar la sobremesa con una buena ración de cuernos en desasosiego, compota de culebra y ríos de lágrimas de cocodrilo amarillo. Pura basura del corazón.

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