Un adiós en bronce
El crecimiento de la ciudad de Madrid expulsa del casco urbano las últimas fundiciones artesanales.
Muy pocos serían capaces de imaginar que detrás de los áridos muros de ladrillo de una nave de la calle de Albarracín, junto a la industriosa zona de Julián Camarillo, en el barrio de San Blas, existiera un paraje como éste. En medio de un paisaje desolado, entre viejas fábricas con cubiertas desdentadas que parecen erigirse en las caries del declive industrial del este de la ciudad, habita un mundo de ninfas y faunos, aurigas, diosas y personajes creados por las manos y el genio de los escultores y de los artesanos de la fundición. Una pequeña puerta metálica da paso a un patio con un denso emparrado. María Luisa Codina, con una sonrisa no desprovista de un punto de tristeza, sale de una casita de ventanas de madera donde se alberga una oficina envuelta en un aroma cálido. En el interior bulle una estufa.
Ella administra la fundición Codina, el último vestigio de esta especialidad artesana que aún queda en el casco de Madrid, después del asentamiento en la periferia de otras como la de Ponce, una de las más prestigiosas de España y ubicada en San Fernando de Henares.
María Luisa es hija de Miguel Ángel Codina, de 63 años, que funde desde 1956 la mayor parte de las estatuas de bronce que decoran la ciudad. Él pertenece a la tercera generación de una estirpe de fundidores, iniciada por su antepasado Benito Codina en Barcelona, a finales del siglo pasado, donde, junto a su socio Campins, se hizo con una fundición del artesano Masriera en la que trabajó. En 1906, Benito se traslada a Madrid y tras establecerse en la calle de Tarragona, y pasar dos temporadas en las calles de Cartagena, Tarragona y Ardemans, mediados los años cincuenta, asienta su factoría en la calle de Albarracín, donde la fundición permanece en marcha hasta hoy. Una quincena de operarios, fundidores, cinceladores, todos artesanos, laboran en los hornos y talleres del establecimiento. La demanda no cesa. A su nave han llegado desde hace cuarenta años los modelos esculpidos por centenares de los mejores artistas españoles. Y también, encargos del extranjero. Así, un Cristo de hasta once metros de altura que fue colocado en la frontera de Chile con Bolivia para zanjar la polémica de la anhelada mediterraneidad boliviana. La gran estatua salió de esta fundición despiezada en fragmentos que fueron enviados a la zona chilena en avión. En otra ocasión, varios aviones del tipo jumbo trasladaron pieza a pieza a México la réplica de Cibeles que, en bronce, decora una bella plaza de la ciudad azteca. "A mí me gusta más aquélla que ésta", dice el fundidor. "Los escultores son gentes muy singulares, unos pocos cuentan con un ego muy acentuado, otros se comportan sencillamente, pero todos sienten un apego especial por su arte", explica Codina. Para él, la fundición es únicamente una técnica. "El arte queda para los escultores". Considera que la causa de la reducida importancia de la estatuaria en Madrid, a diferencia de la que se le otorga en otras ciudades, tienen mucho que ver con la reproductibilidad de la escultura. "La pintura es más original. Es mucho más fácil introducirla en espacios limitados y cuesta menos trabajo su factura".
La fundición acoge centenares de moldes que muestran sus rostros de angelotes, ninfas, animales mitológicos, próceres bigotudos cuyos rostros cabe ver depositados en estantes, en medio de una delicada anarquía que evoca en la mente del visitante escenas ya contempladas en plazas y jardines de Madrid.
La tristeza de María Luisa halla ahora una explicación: la fundición va a ser trasladada a Paracuellos de Jarama. Madrid pierde así la penúltima de sus factorías, donde la belleza de la estatuaria tuvo su hogar, de bronce fundido, cuarenta años.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.