Un Lorca suntuoso
Diván del Tamarit. Carlos Cano: Voz. Piano y dirección musical: Benjamín Torrijo. Teclados: Bob Painter. Batería y percusión: Francisco Rodriguez. Trompeta y trompa: Antonio Ximénez. Bajo y contrabajo: Richi Ferrer. Guitarras: Alvaro Girón. Coros: Araceli Lavado y Luis Miguel Balandrón. Palau de la Música. Valencia, 6 de febrero de 1999.Los poemas del Diván del Tamarit datan de 1936. Enmarcados en el triángulo de la vida, el amor y la muerte, discurren a través de la luminosa Vega de Granada y transmiten el aroma de la tragedia social y personal que se avecinaba tanto como la firme voluntad de superarla que el poeta comunica en sus versos. De ahí, quizá, la puesta en escena de Carlos Cano, dramática y solemne, más incluso que la excelente grabación en que sustenta. Todos sus intérpretes aparecen vestidos de negro, con apenas alguna eventual nota de color. Una iluminación que abunda en los claroscuros. Una atmósfera musical que apenas deja lugar al relajo, instalada en una tensión casi continua, rota únicamente por algunas pinceladas de danza minimalista y aliviada por periódicos jaleos y olés. Momentos singulares Si se ha escuchado el doble álbum que Carlos Cano dedica a esta obra de Lorca, integrada por 21 poemas, su plasmación en directo arroja pocas sorpresas. En todo caso, gana en corporeidad. La lectura que Cano ha hecho del Diván del Tamarit es magnífica. Imaginativa en la composición, con canciones que se saborean por sí solas o agrupadas según la prescripción del poeta, los arreglos del maestro cubano Leo Brower la convierten en una obra suntuosa, y todo ello está presente en su trasposición al escenario lista para presentar un espectáculo grandioso, en la línea de Lluís Llach en Un pont de mar blava. En este caso se ha preferido acotar el formato y no hay intervenciones de la London Orchestra, por supuesto, ni los lujosos apoyos vocales de Javier Krahe, Joaquín Díaz, Paco Ibáñez, Luis Pastor, Labordeta o Alberto Pérez, que estuvieron en el estudio de grabación. No importa: la obra no pierde en vivo ni un ápice de su empaque y el trabajo mismo de las dos segundas voces, que se ocupan además de las leves pinceladas coreográficas del espectáculo, suple cualquier trabajo coral más ambicioso y contribuye a airear el denso ambiente creado por el tándem Lorca-Cano-Brower. Hay momentos singulares, por el lumioso engarce de música y poena, como la Gacela del amor imprevisto y la del Niño muerto, o la Casida de la mujer tendida, pero la obra brilla con fuerza en su totalidad y brillaría aún más si dejara algún margen a la espontaneidad, a la improvisación que, por necesidades del guión, queda fuera de escena. Es, en todo caso, la obra maestra de Carlos Cano y uno de los productos estelares del año Lorca.
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