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Metáforas y delirios

LUIS DANIEL IZPIZUA Cuando vemos que Joseba Egibar es capaz de equiparar la Asamblea de Municipios Vascos con el hermanamiento de San Sebastián con Wiesbaden, algo cruje en nuestro sentido común que nos lleva a pensar que las sutilezas de un, digamos, Spinoza eran dignas de un manicomio. Y es que dicho así, como lo dice él: "¿Es perfectamente compatible el hermanamiento de San Sebastián con Trento o Wiesbaden y es imposible que lo haga con Goizueta, Leitza o Iruña?", la cosa queda irreprochable. Es de sentido común, y lo sorprendente es que no nos hubiéramos dado cuenta antes. Aún resulta más sorprendente que no nos hubiéramos dado cuenta de que San Sebastián bien podría hermanarse también con Andoain o Pasaia. ¿Para que irnos hasta Iruña, teniendo unas hermanas tan guapas mucho más cerca? Absurda propuesta, ¿verdad? Pues hasta ahí llega la bondad lógica de la sugerencia de Egibar y el sentido común se desmorona hecho trizas quia absurdum est. Nada tan dulce como la familia. Es una de esas metáforas fecundas capaces de producir un efecto similar al de una nana. La madre patria -y fijense en que la palabra patria ya encierra una metáfora familiar-, las ciudades hermanas, la gran familia del pueblo... En cada una de esas expresiones late un destino honroso y vibra la transparente neutralidad de la inocencia. ¿Quién podría, una vez familiarizadas, atribuir a esas realidades una naturaleza abyecta? La metáforas, sin embargo, no son todas de la misma naturaleza, ya que sus propósitos pueden ser muy diversos. Hay metáforas necesarias y metáforas mercenarias; metáforas que sirven para desvelar y otras que sirven para encubrir. La metáfora familiar de Egibar es de las que sirven para encubrir. Ignora las realidades institucionales y mediante una palabra fetiche nos hurta la verdadera dimensión de esa iniciativa. A su volatín, eso sí, sólo cabe darle una respuesta: si se trata de hermanar, esa asamblea es innecesaria. Esta táctica del encubrimiento no es insólita entre los políticos, pero encierra peligros notables. Hoy y aquí estamos viviendo sus efectos perversos. Decía Anasagasti hace unos días, en respuesta a Aznar, que al nacionalismo no le gustan los conceptos vacíos. Quisiera creerle, pero si no los vacíos, convendremos en que le encantan los movedizos. Se suele decir que es siempre aconsejable ir de las palabras a los hechos, pero bien puede ocurrir que adonde se vaya de las palabras sea al delirio. Suele suceder cuando las palabras traducen deseos que no quieren decir su nombre. La palabra conflicto, por ejemplo. A fuerza de repetir machaconamente que vivimos un conflicto político, hemos terminado aceptando que así es. Pero un conflicto es de una evidencia meridiana en sus términos, y el nuestro aún estamos a la espera de que se nos explique en qué consiste. ¿No se tratará más bien de una reivindicación política del sector nacionalista de la población? Si es así, por qué se opta por la palabra conflicto en lugar de hacerlo por reivindicación, y por qué no se explicita su contenido. La preferencia por el término conflicto, de resonancias militares, no es en absoluto inocente. Las reivindicaciones las hace un sujeto bien delimitado y se agotan cuando se satisfacen. El conflicto, por el contrario, es inagotable y sólo obtiene satisfacciones parciales. El sujeto en conflicto trasciende también las coordenadas del aquí y ahora. De ahí que "nuestro conflicto" divague siempre por márgenes de imprecisión. Existe, esa es su evidencia, y su concreción siempre será secundaria. Incluso cuando se le trate de dar una expresión más definida -la consecución del "ámbito vasco de decisión", por ejemplo- será lo bastante vaga como para que resulte inagotable. El conflicto siempre se promete sucederse a sí mismo, pues se presenta como la garantía de pervivencia de su sujeto. La reivindicación es una prerrogativa de los nacionalistas, o de los socialistas. El conflicto es propiedad del pueblo vasco. Éste existiría en la medida en que aquél perdure. Por ello, el conflicto siempre debe quedar esbozado, aunque sea como representación -la Asamblea de Municipios- o como quimera. La territorialidad, como reivindicación, es un deseo de los nacionalistas. Como expresión del conflicto, es un deseo del cien por cien de los vascongados, del cien por cien de los navarros y del cien por cien de los vascofranceses, presentes y por venir. Aunque ellos no lo sepan. Pero ya va siendo hora de que se vayan enterando.

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