Por tierra, mar y aire
Antes que nada advertiré que tengo parientes militares que son, a su vez, excelentes personas. Dicho lo cual paso a declararme objetora, y hasta insumisa si falta hiciera, ante la posibilidad de que propagandistas del Ejército aterricen en las aulas. Lo siento, pero no. Me niego a volver al "por tierra, mar y aire" y al grito de "joven, ¡la Marina te llama!". Sé poco de milicia. Nací mujer, y en su momento, como casi todas, fui novia-viuda despidiendo en el andén a la alegre soldadesca, que partía rapada a servir, petate al hombro, mientras nosotras entristecíamos en plan Margarita el pañuelo sacó. Luego ellos venían rebajados y, si no más hombres, sí algo más cachas, y rebosantes de chascarrillos. Entonces es cuando nos presentaban a los coleguis de maniobras y escuchábamos anécdotas sin fin, referentes a la cantina, la tropa o la oficialidad. Algunas huérfanas de toda gracia, como el sufrimiento de los más débiles o la prepotencia de algún chusquero despreciable (no por la humilde procedencia del galón, sino por las ínfulas de miles gloriosus). Otras, verdaderamente inquietantes, como los comentarios políticos en algunos cuartos de banderas, con ruido de sables como música de fondo. Nací mujer, pero recuerdo la Marcha Verde, la Operación Galaxia y la rebelión de Atarés. Y por motivos profesionales he presenciado paradas, demostraciones y desfiles, consejos de guerra y actos solemnes. He entrevistado a capitanes generales franquistas y a oficiales demócratas represaliados. Y he escuchado de un alto mando hasta tres juramentos de que "no pasaba nada" mientras los diputados permanecían secuestrados, dos uniformados vigilaban la redacción y los carros de combate apuntaban al Ayuntamiento. Era otro tiempo, lo sé, era otro tiempo, como cantaba Massiel. Me consta que ni siquiera entonces todos eran así, y que las cosas han cambiado. La cualificación y la profesionalización son notables e irreversibles, y algunas acciones humanitarias, como las que recoge en su libro sobre Bosnia Miguel Ángel Villena, resultan dignas de todo elogio. Pero algo falla cuando Juan José Millás se tiene que presentar ante el fiscal por repudiar un crimen, como si ya sólo una institución de las tres hermanas intocables (Justicia, Iglesia y Fuerzas Armadas) quedara al abrigo de cualquier crítica. No autorizaré a que aleccionen a mi hijo en la pasión por los misiles. No al menos en la escuela, y mientras no tengan la misma oportunidad el gremio de zapateros remendones o los criadores de truchas. No le llevaré al tren militar que recorre estaciones, ni a esas jornadas de fraternidad con la población civil donde se hace felices a los chiquillos permitiendo que se encaramen sobre los cañones o abriéndoles la panza de los blindados. Nunca entendí la presencia de los tanques en las Expo Jove socialistas, y no comprendo a Felipe González argumentando que el servicio militar obligatorio favorece la "cohesión social". Cierto que el ejército profesional será la única salida para muchos parados, pero también lo es la mina para los asturianos pobres, o la limpieza de las calles para los chavales de La Coma, y nadie ha pensado en hacer, para estas tareas, leva forzosa. No creo que la igualdad de oportunidades signifique que todos hayan de cargar con el cetme. No al menos mientras no todos puedan aprender a manejar el bisturí. Dicho sea, desde luego, con el mayor de los respetos.
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