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Una patria demasiado vacíaANTONI PUIGVERD

En la vieja familia rural mandaba el hereu. A su alrededor giraban humildemente algunos de sus hermanos, los llamados fadristerns. Eran éstos hombres y mujeres, generalmente solteros, que a pesar de haber nacido en el seno de la familia vivían y trabajaban en ella casi como criados, familiares de segunda clase, sometidos a la jerarquía del primogénito. Al parecer, en términos económicos, la institución del hereu fue muy importante, pero los pobres fadristerns debían de sentirse como el célebre "carajo de la vela": nunca conocieron su propio significado, pasaban toda su eclipsada vida tragándose las manías del hermano primogénito. De parecida manera, la mayoría de los actores de la vida política de este país parecen fadristerns, sometidos al estrecho margen de juego que ha impuesto el hereu Pujol y sus agitadores. Durante casi dos décadas los actores no pujolistas de la política han sido incapaces de sacudirse de encima las prioridades, los amagos, la agenda mental del president, que actúa, no menos que Aznar en el gobierno de España, como un hereu en su masía catalana. Dejando a un lado los abusos de poder y las formas de clientelismo, Pujol ha conseguido que todas las corrientes ideológicas del país giren alrededor de su eje. Lo ha conseguido por méritos propios (no hay duda de que tiene enormes virtudes), pero también por deméritos de sus rivales, muy puestos en el papel de fadristerns, especialistas en tragarse la saliva, temerosos de ser expulsados de la patriótica masía. Lo peor del nacionalismo pujolista (el de sus portavoces mediáticos y el de sus radicalizados suburbios ideológicos, ahora excitadísimos con el ejemplo vasco) es justamente esto: que expulsa de la visión del espejo nacional todo aquello que no concuerda con un perfil previamente definido. La realidad catalana es extraordinariamente variopinta. Incluso en ciudades como Girona en las que, según el tópico, lo catalán se calcula siempre al cuadrado, no hay más que salir a la calle: uno se da cuenta de que la vida corriente contiene una gran variedad de matices sociales, culturales y mentales. Y sin embargo, durante años esta preciosa variedad ha sido reducida a la mínima expresión con el objetivo de hacer posible la gran simplificación: lo catalán y lo español frente a frente. Para que sea posible trazar una línea fronteriza imaginaria o virtual que separe lo supuestamente catalán de lo supuestamente español hay hacer algo más que un depurado ejercicio de conveniente selección del pasado. Hay que cerrar los ojos y los oídos al salir de paseo por las calles. Otro sistema muy útil consiste en trasladar el problema al ciudadano obligándole a escoger entre dos platos que generalmente degustaría a la vez. Al ciudadano se le sirve diariamente una ración de conflictos de pertenencia en los que debe implicar, quiera o no, su lealtad personal. Día sí y otro también, el corazón del ciudadano está sometido a inacabables disyuntivas relacionadas con cualquier aspecto, importante o secundario, de nuestra vida civil: los usos lingüísticos (con su infinita casuística), banderas, policías, selecciones de fútbol, impuestos, autopistas, aeropuertos... "¡Qué malos son, cuánta razón tenemos, qué mal catalán eres si no te sumas a la petición!". Incluso el Barça ha dejado de ser el club más dado a la inocua retórica sentimental para convertirse en un nuevo altar del paroxismo patrio: no puede interpretarse de otro modo que los entrañables jugadores de una cantera puedan ser considerados protomártires de unas holandesas forces d"ocupació o, al contrario, que la legión de futbolistas holandeses pueda ser avalada sin rubor por un directivo (de origen socialista, para más inri) por el mero hecho de ser descendientes de la heroica rebelión flamenca contra el pérfido imperio castellano. Obligar a una sesión diaria de gimnasia patriótica no es, y que me perdonen por la asociación, un invento pujolista; es exactamente, aunque de signo completamente contrario, lo que los mayores de 40 años vivimos en nuestra infancia. No-Do, películas moralizantes, radio, televisión, escuela: la formación del espíritu nacional. Durante estos 20 años, sin prisas pero sin pausas, el país ha dedicado su mayor esfuerzo a estas deprimentes disyuntivas que gastan nuestro humor, nos enfrentan a molinos de viento, nos dividen entre buenos y malos catalanes, y nos sitúan entre la espada y la pared. ¿A qué se han dedicado hasta hace muy poco los fadristerns, los rivales políticos de Pujol? ¿Acaso han pensado por su cuenta y riesgo? Al contrario: o bien, cual fadristerns amargados, han reaccionado pintando negro sobre el blanco pujolista, al estilo Vidal-Quadras (perfecto ejemplo de cómo Pujol consigue incluso alumbrar el tipo de adversario que le conviene, pues nada hay que enfatice más al blanco que la aparición del negro o viceversa), o bien, fadristerns sumisos y temerosos, han acatado el discurso oficial: a regañadientes o matizándolo con vagos refritos de izquierda, aceptando el papel de hermanos políticos de segunda clase, dispuestos incluso a pagar los platos rotos por las siempre pecaminosas vinculaciones con unos repelentes parientes "de Madrid". En este escenario de pureza patriótica, ha sido relajante la aparición de un Josep Piqué, quien propuso no hace mucho, sin pedir permiso, con absoluta naturalidad, una revisión del catalanismo conservador para acercarlo a una idea plural de España que él pretende representar, y de Pasqual Maragall, quien ya demostró en Barcelona, como han demostrado otros muchos alcaldes de todo signo, que la variedad de registros mentales y sociales es el mejor terreno para las grandes cosechas, para las grandes transformaciones. El equipo de Maragall, en la liturgia y el simbolismo de los juegos, apostó por una doble, triple, infinita lealtad (ciudad, nación, Estado, continente, mundo) y consiguió una adhesión no crispada sino alegre; no ceñuda, relajada. Era una apuesta por la naturalidad. El abuelo Maragall, el poeta, lo había explicado en una bella alegoría que remitía a los círculos concéntricos, no sin dejar de precisar que el contenedor más pequeño es el que da sentido al mayor ("hi ha més virtut germinadora concentrada en el gra que en l"espiga"). Si así ya discurría, a principios de este siglo que jubilamos, uno de los personajes más influyentes de su tiempo, más aún nosotros, que hemos conocido la explosión del sentido de pertenencia y su múltiple dispersión no ya a través del territorio y de las clases sociales, sino en terrenos más sutiles e íntimos como el sexo, la edad o las libres opciones sexual, religiosa o cultural. Si es natural compatibilizar lealtades diversas, ¿por qué vamos a estar trabajando para cercenarlas? Situados en dos extremos distintos del arco político catalán, Piqué y Maragall coinciden en la libertad de pensamiento catalanista y en el ensanchamiento de la cancha política. Maragall, que se dirige al país y no sólo a un segmento de la clase dirigente, apela a la variedad no para negar el patriotismo catalán, sino para engrandecerlo, para vitaminarlo, para implicar en la patria también a los que ahora callan, se inhiben, se resignan o ven pasar el tren del presente parados en el andén, con cierta melancolía. Se trata no ya de romper el tenebroso techo de la abstención, tan comentado, sino de intentar que el país se atreva a contemplarse tal cual es en el espejo. Que la foto oficial se pueda confrontar, sin el exceso de maquillajes que ahora se usan, con la foto real. Se trata también de responder a estas preguntas: ¿de qué sirve mantener la ducha escocesa, ahora caliente de patriotismo, ahora fría de decepción (¡qué malos son, cómo nos odian!), para perpetuar la irritación de la importante minoría que responde a estos estímulos? ¿No ha llegado ya el momento, más que de agarrarse al peligroso modelo frentista vasco, de entender que esta patria está oficialmente demasiado vacía para ser una patria de verdad

? [PI] Antoni Puigverd es escritor.

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