La niña de mis ojos
Esta semana se han entregado en el Palacio de Congresos y Exposiciones de Madrid los XIII premios Goya a la labor cinematográfica. La gente del cine suele ser muy supersticiosa, así que a muy pocos les extraña que este decimotercer (trece, trece, decía con guasa Rosa María Sardá, que condujo la presentación) certamen haya estado teñido de feas acusaciones, supuestas intrigas e inquietantes anónimos. Pero para otros, para aquellos que hayan visto este año reconocido su trabajo, se habrá convertido en un número de la suerte. Madrid, aunque no lo parezca, es una ciudad muy cinematográfica. Aquí está lo que podríamos llamar la industria (con todo lo que esta palabra tiene de eufemismo en este país) del cine, hasta aquí llegan todavía los jóvenes que aspiran a convertirse en actores o en directores y de aquí, de Madrid, de sus barrios, son muchos de los que han logrado un hueco, un lugar en el vasto y difícil camino del cine español.De entre todas las candidaturas a los premios Goya, la que más me gusta es la que premia al actor y a la actriz revelación. Los nominados suelen ser actores muy jóvenes, con la ilusión casi intacta, y es emocionante ver sus caras expectantes mientras esperan que se abra el sobre con el nombre del ganador, y es un placer asistir a esa explosión de alegría, de auténtica felicidad en la cara, en la sonrisa enorme y en los ojos llorosos del que ha sido elegido.
Porque el sobre que guarda el nombre de uno de esos actores tan jóvenes esconde también todo un camino de ilusiones, de dificultades, de decepciones, de empeños, de esperanzas, de vueltas a empezar. Cada proyecto cinematográfico, cada película, es un largo proceso en el que hay que tener mucha fe para creer y muchas ganas para aguantar. Por eso me enternecen los jóvenes actores, porque son aventureros en una sociedad que, en general, exige a los que empiezan el trazado de un camino más o menos previsible, y el cine, por definición, es un mundo imprevisible en el que sólo se pueden mantener los ingenuos y los fuertes, es decir, los valientes.
Madrid es, pues, una ciudad llena de ilusiones y poblada de ilusos (esta palabra tan injustamente denostada). Hay un montón de chicos y de chicas que pasan buena parte de su tiempo preparándose en escuelas de interpretación, ejercitándose en pequeños y precarios montajes teatrales sin eco alguno, yendo de casting en casting con la esperanza intacta o renovada de alcanzar su oportunidad. Se informan, se dan solidariamente el chivatazo los unos a los otros, hay esto hay lo otro, se hacen fotos que les cuestan una pasta, las entregan aquí y allá, de productora en productora, ponen copas para sufragar su formación o compaginan toda esta febril actividad con sus estudios universitarios. Hay pocos jóvenes que, como los actores, transmitan tal entusiasmo por su futuro. Por lo que los familiares, los amigos, los profesores, los directores, los productores, deben apoyarles más que a nadie, sentirse orgullosos de esta gente que siente confianza en sí misma y que tiene el coraje de emprender un camino arduo.
Porque todavía existe una paradójica contradicción en muchas cabezas adultas: si bien gran parte de sus mitos está formada por estrellas de la pantalla, por esas personas que dan vida a los personajes que nos acompañan en la realidad paralela y necesaria que es la ficción, todavía muy pocos ven con buenos ojos que su niña, por ejemplo, se entregue a tan fascinante profesión. Pero serán ellos, los jóvenes actores, los que sigan poniendo cara a nuestros sueños y a nuestras fantasías, los que nos perturben o nos hagan reír, los que nos emocionen con la interpretación de alguno de los personajes que todos somos, los que reinterpreten esa parte de nosotros mismos que necesitamos ver reflejada en otra historia, en otra vida.
Sólo cuando tienen la suerte de que alguien confíe en ellos, de trabajar, de ser nominados o de ganar un premio empiezan a ser considerados por los demás. Yo sé que la niña de mis ojos sueña con ponerse guapísima para celebrar su sueño y que sus compañeros de aventura fabulan con el traje de terciopelo o con la elegante americana que vestirían para la ocasión. Pero antes habrán tenido que ser abanderados de sí mismos y de la pasión desnuda por el cine, y muchos tendrán que saborear también la hiel del fracaso. Así que por todos ellos y, sobre todo, por la niña de mis ojos: "Mucha mierda".
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