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Disneylandia

FÉLIX BAYÓN Ahora resulta que van a tener razón -cada uno, a su modo- José Antonio Primero de Rivera, Gonzalo Fernández de la Mora, Francis Fukuyama y el coro criollo de pijos ultraliberales. Lo mismo va a ser verdad que no hay derechas ni izquierdas, que anochecieron las ideologías y se ha acabado la Historia. Al menos, lo que sí parece cierto es que, cada día que pasa, la derecha -o el centro, o como quiera llamársele- se va haciendo con causas que la izquierda creía exclusivas. Primero fueron los derechos humanos, luego la política social. Ahora toca la ecología. El Gobierno de Baleares, regido por el PP, ha publicado esta semana unas directrices de ordenación del territorio que no se hubiera atrevido a reivindicar el ecologista andaluz más colgado ni en pleno trance lisérgico: en Baleares se va a descalificar el 64% del suelo urbanizable de la isla -4.500 hectáreas-, prohibiendo cualquier urbanización que esté a menos de 500 metros de la costa. La finalidad es "mantener un crecimiento sostenible" y "la calidad y desestacionalidad del turismo". El Gobierno de las islas prevé indemnizar a los que vean lesionados sus derechos y subvencionar a los menores de 35 años que quieran adquirir o rehabilitar viviendas con el fin de paliar el previsible aumento de precios. Mientras, aquí, en Andalucía, sigue sin dar señales de vida la prometida Ley del Suelo, una ley que se presume tibia: nada que ver con lo de Baleares. Pero, aún a pesar de su tibieza, la Ley del Suelo andaluza se hace esperar. Y eso que ya no hay pinza que sirva de excusa a una tardanza que, más bien, obedece a la indecisión, a la desidia o a esa profunda galbana que parece aquejar a la Junta para todo lo que no sea hacer oposición al Gobierno de Madrid. En Baleares tienen claro que no es bueno matar a la gallina si se quiere seguir disfrutando de los huevos. Hace tiempo que se viven allí experiencias novedosas -como la del Ayuntamiento de Calvià, regido, por cierto, por la afanosa socialista, Margarita Nájera-, que además de para ir regenerando el litoral han servido para poner en guardia la conciencia de la ciudadanía respecto a estos asuntos. Aquí todavía seguimos considerando la construcción como un síntoma, por sí, de desarrollo económico, lo cual a estas alturas es tan anacrónico como tener en cuenta la producción de carbón y acero, como se hacía cuatro décadas atrás. Para no seguir los pasos del Gobierno balear, la Junta podrá excusar que aquí no existe la misma conciencia ciudadana que en las islas, pero cabría preguntarse qué ha hecho la Junta para lograrlo. Lo que sí consta es lo que ha hecho para no lograrlo: aún, por ejemplo, nadie ha explicado cómo, hace trece años, fueron a parar a cuentas corrientes de personas y empresas relacionadas con el PSOE cheques firmados por Jesús Gil por valor de 80 millones. Es un asunto prescrito legalmente, pero no políticamente. Así seguimos: sin asumir el pasado, ni legislar el presente, pero fantaseando ya, eso sí, la Andalucía del Nuevo Siglo, todo un derroche de neuronas puesto al servicio de una causa de utilidad dudosa. Rodríguez de la Borbolla imaginó que un día Andalucía sería California. Algo vamos consiguiendo: ya comienza a parecerse a Disneylandia.

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