_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Hospital

Los médicos no creen que David Scott pueda abotonarse la camisa o escribir a máquina, pero sí coger un vaso, marcar un número de teléfono, abrir una puerta. Lo hará con la mano de otro hombre que le han trasplantado en el Hospital Judío de Louisville (Kentucky), y al empezar sus ejercicios de rehabilitación se acordará, seguramente, del australiano Clint Hallam, que ya puede mover los dedos de la que le implantaron a él en Lyón (Francia), hace unos tres meses. Suena extraño todo este asunto de los órganos donados. ¿Pensarán Scott y Hallam que una parte de sí mismos llevó durante años una vida distinta al resto? ¿Cuál habrá sido esa vida? ¿Para qué la usaron los donantes: acariciar, cavar, golpear? ¿Puede haber, a partir de ahora, alguna clase de relación entre lo que esté escrito en las líneas marcadas en la palma de esa mano y el futuro de la persona a quien está cosida?En general, la mayoría de nosotros tiende a pensar que las cosas relacionadas con la enfermedad o la muerte están aún lejos, aplazadas, nos son ajenas: uno lee el nombre indescifrable de esos hongos que matan o hieren de gravedad a pacientes de clínicas de Barcelona, Vigo, Zaragoza o Baralando -scedosporium prolificans, aspergillus-, ve desde este lado de los periódicos o los televisores cómo su vida se llena durante un par de semanas de palabras infrecuentes -hematología, inmunodepresión, quirófano- y luego regresa a sus propios asuntos sintiéndose conmovido, pero también a salvo. Lo contrario de sufrir es creerse indestructible. Sin embargo, eso que nos parece tan remoto está a nuestro alrededor, pasa por nuestro lado con la forma de una ambulancia blanca que atraviesa la ciudad, que nos obliga a echarnos a un lado mientras el ruido brutal de su sirena apaga el de las conversaciones, los motores, los cubiertos que golpean contra un plato o cortan un trozo de carne. Después se pierde entre el tráfico, lo mismo que si se alejara de nosotros. Eso es lo que nos decimos, pero no es cierto.

En mi calle hay un hospital, y eso la convierte en un sitio de proporciones diferentes al resto de los sitios, en una mezcla de dos mundos insolubles formada por camilleros y amas de casa, utilitarios y sillas de ruedas, vendedores a domicilio y cirujanos. Al mirar por la ventana los ves a unos y a otros, vestidos con ropa normal o con uniformes verdes y largas batas blancas, caminando por la acera, y te da la impresión de que hay algo irreal, casi ultraterreno, en esos doctores y enfermeras que se parecen a los personajes de un poema en el que Tennessee Williams cuenta sus visitas al manicomio en que estaba internada su hermana, la protagonista de El zoo de cristal: "Los locos entran a un cuarto/ intrépidamente, ya sabemos,/ con ojos como rosas que estallan en el aire./ Llegan desde un lugar que nos está vedado./ Alguien pequeño y dulce los acompaña siempre,/ va y viene de su espantoso mundo al nuestro,/ blanca gaviota planeando sobre un naufragio".

Tal vez sea el hecho de que muchos finjan que la enfermedad no los incumbe lo que haga que nuestra ciudad no esté preparada en su mayor parte para los inválidos o los ciegos, igual que si las calles no las transitase más que gente fuerte, sana, capaz de esquivar sin problemas una valla, un árbol o una alcantarilla abierta, de subir los peldaños de tres en tres o saltar una zanja. O, aún peor, igual que si no quisiéramos ver a esos seres que sufren una incapacidad temporal o irreversible, tal vez convencidos de que la exhibición del sufrimiento es nociva, insana. Entre todos los rasgos que delatan el carácter egoísta e insolidario de nuestras sociedades, éste es, sin duda, uno de los más vergonzosos.

A mí me gusta entrar en la cafetería del hospital que hay cerca de mi piso y observar, mientras tomo una cerveza o un café, a su clientela, esa forma peculiar en que andan, miran a un punto fijo o se visten con una combinación de atuendo de calle y de andar por casa. Cuando estás allí, a menudo se te acerca un convaleciente o algún familiar de un recién operado, te cuenta la historia de su vida con una limpieza rara, desprovista de hipocresía o desconfianza. Me gusta ese bar porque allí el sufrimiento no es invisible, porque te hace pensar si tal vez no será el mundo de afuera el que es mentira.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_