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El barato silencio

Javier Marías

Pocos conceptos como los de perdón y arrepentimiento para ilustrar la galopante degradación, trivialización y caricaturización a que demasiados de ellos están siendo sometidos en nuestro tiempo. La mayoría de los afectados no son, además, conceptos baladíes, y los dos que he mencionado, independientemente de subversiones o manifestaciones religiosas, han sido fundamentales a lo largo de la historia, o es más, lo han sido para que la historia no haya consistido únicamente en una ininterrumpida sucesión de desmanes y atrocidades, venganzas y aniquilaciones. También han sido decisivos para las relaciones personales.Hace ya unos años escribí aquí contra la ridícula, demagógica y muy hueca moda de que las instituciones, los Estados o los países anden pidiendo perdón por las injusticias, atropellos y salvajadas cometidos hace años y aun hace siglos por los hoy pretéritos individuos que en su día los "encarnaron" o representaron. No sólo me parecía inadmisible y perjudicial la idea de una infinita herencia de las culpas a través de entes abstractos como instituciones, Estados e incluso países, sino que además encontraba presuntuoso e impropio que el actual Papa, por muy anulado que esté el ciudadano Wojtila en el altar de su cargo, se permitiera enmendarle la plana retrospectivamente a un antecesor suyo en dicho cargo, y sentirse facultado para pedir perdón en su nombre o en el de nadie; y lo mismo valdría para el actual canciller alemán respecto a Hitler y el nazismo, para el rey de España respecto a Cortés, Colón o Isabel la Católica, para Clinton respecto al Truman que arrasó Hiroshima y Nagasaki, o para los actuales jueces británicos respecto al que condenó a Oscar Wilde. Al arrogarse ese dudosísimo derecho, todos esos individuos o cargos estarían, por otra parte y para mayor torpeza, alfombrando la vía para que futuros Papas, cancilleres, reyes, presidentes o jueces transitasen por ella con aún más desparpajo y desautorizasen sus palabras y perdones de ahora... cuando para ellos no hubiera ya ahora y se hubiesen reunido con sus hoy reprobados y refutados antecesores en el territorio de los silenciosos fantasmas.

Y sin embargo esa moda o tendencia no ha amainado, sino que va en aumento, y como en esta época toda necedad siempre prospera y es imitada, se ha llegado al punto en que los herederos o descendientes de cualesquiera víctimas del pasado exigen a menudo, a su vez, estas hueras escenificaciones del arrepentimiento por delegación (anacrónica y en realidad imposible), como si la farsa propagandística instaurada por estos "pideperdones" vicarios tuviera en efecto algún valor o pudiera reparar en algo -casi revocar- barbaridades remotas. (No resarcen desde luego a quienes las padecieron.) No es la primera ni la única vez en que el fulgor de una baratija acaba por persuadir a los por ella estafados de que es eso lo que ansían, y los lleva a rechazar cualquier sustitutivo, incluida la joya auténtica si la hay o aparece. Y nadie, ni los descendientes de los ofendidos ni los herederos de los ofensores, parecen tener en cuenta hoy en día que el arrepentimiento es algo estrictamente personal, tanto como el enamoramiento; algo intransferible y subjetivo que jamás podría ser objeto de transacción ni de transferencia ni de representación ("Esto hazlo tú por mí"), en todavía menor medida que la expiación. Pues así como no faltan algunos precedentes conspicuos y no poco influyentes, de abnegados que se sacrificaron para purgar las culpas de otros y aun de la humanidad entera, ni es desconocida en casi ninguna cultura la figura del chivo expiatorio, no recuerdo casos en los que haya valido el arrepentimiento de uno o muchos malhechores por persona interpuesta -esto es, el de quienes no lo sentían, ofrecido por otro, así se llamara Jesús de Nazaret o Judas Iscariote Jr., si es que alguna vez existió tal vástago-. Quien no ha obrado daño puede lamentar, deplorar, hasta avergonzarse del mal hecho por su allegado. Pero no puede arrepentirse, ese sentimiento no le cabe, es un absurdo; y tampoco puede pedir perdón, aunque hoy lo haga cómoda y aparatosamente todo oportunista ocurrente, porque nadie es quién para semejante iniciativa en el nombre de nadie, ni cuenta con el consentimiento de quien cometió el agravio.

Quizá nada de esto sea muy dañino en sí mismo, como no suelen serlo en exceso los embelecos y las pantomimas, a menos que ocupen todo el lugar y ya no existan sino ellos. Y una vez degradados y adelgazados los conceptos, se los manipula, se los manosea sin freno, se los estruja y vacía de contenido, hasta convertirlos en mera etiqueta o, como dijo Quevedo, en "cosas que, pareciendo que existen y tienen ser, ya no son nada, sino un vocablo y una figura". Y así, hace ya tiempo que se dignifica con el nombre de "arrepentidos" a los mafiosos y terroristas que antes eran llamados desertores, delatores, traidores, soplones, chivatos, confidentes o como mucho tránsfugas, gente cuyo arrepentimiento casi nunca consta y que más bien trafica con sus informaciones para obtener inmunidad y ventajas, ver reducidas sus penas o vengarse de sus antiguos compañeros. Esta figura -el que canta de plano (expresión ya anticuada), rara vez por verdadero arrepentimiento, ni siquiera a menudo por convencimiento o iluminación repentina "a la San Pablo"- ha existido siempre, pero no como ahora, buscada, fomentada y enaltecida por los Estados y los Gobiernos mediante la atribución de ese concepto, el de "arrepentido", que así devalúan y ensucian rápidamente. Tanto que ya nadie se molesta ni en mantener apariencias y mostrarse farisaicamente compungido o contrito. ¿Se han tomado el trabajo de fingir pesadumbre reos como Amedo o Damborenea? No desde luego Barrionuevo ni Vera, habría estado en disonancia con el papel de inocentes que han asumido, tan resueltos. Pero es que ni siquiera se los ha visto lamentar, estar desolados o destrozados por el hecho -es su versión- de que funcionarios a sus órdenes y cuyas acciones eran en teoría responsabilidad de ellos, establecieran "por su cuenta", engañándolos, un reinado del terror discriminado, pero paralelo al que combatían. ¿Y acaso se vio algún gesto de remordimiento o pesar en aquel joven, Otegi, que tras apiolar a dos ertzainas una noche alegre fue absuelto por un jurado que comprendió que el hombre, cuando cometió los crímenes, estaba un tanto achispado? Si "no saber lo que hacía" entonces lo exoneró, ¿cómo se explica que cuando estuvo sobrio y lo supo no quedara horrorizado, y exhibiera en cambio una sonrisa de oreja a oreja? Creo que por ahí sigue libre, fugado desde su libertad, de hecho. Ya es tarde, me temo. Las palabras perdón y arrepentimiento ya las hemos perdido, vacías de significado, objeto de mil trasiegos, pura convención, moneda para engañar a bobos. Hoy vemos cómo la mayoría de quienes piden o exigen muestras de arrepentimiento por parte de ETA y de sus báculos de HB, antes de otorgar a cambio un perdón no solicitado por los interesados, piden o exigen exactamente lo que he dicho: tan sólo muestras, sin que les importe mucho que haya alguna realidad tras ellas y no sean un mero formulismo o trámite, fachada. La dimensión del engaño es tan grande que se trata ya de un engaño asumido por los engañados. No resulta difícil imaginar a nuestros políticos dirigiéndose a los criminales y a sus jaleadores con el espíritu de la farsa bien interiorizado, diciéndoles sin rodeos: "Venga, ¿qué os cuesta hacer una declaracioncita que apacigüe a las víctimas? No seáis tan tiquismiquis" (por lo menos yo veo fácil a Arzalluz). Y a su vez, las víctimas, arrastradas y desalentadas por la liviandad ambiente, parecerían contentarse tan sólo con eso, con unos pocos vocablos hueros cuya falsedad conocerían todos, los que los pronuncian y los que los escuchan. Hemos visto a chilenos que se darían por satisfechos con una hipócrita declaración de un Pinochet pesaroso, a sabiendas de que, de darse, sería sólo falaz y oportunista.

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Nuestras mayores víctimas de todo esto son las mal llamadas Víctimas del Terrorismo (que de aquí a poco lo serán nada más que "de la Violencia"), porque su grueso no puede ya protestar ni reclamar nada. Sus familias, los supervivientes maltrechos, han sido orillados por casi todos de manera ignominiosa, hasta el punto de que casi se los percibe como un latoso colectivo más de los que la naturaleza ha castigado, sean los ciegos, los sordos, los minusválidos o los de la colza, asimilados estos últimos a aquéllos aunque fueran manos del hombre las que los desgraciaran; y hasta el punto de que su "causa" -utilizo la palabra con pinzas- parece estar impregnada de derechismo recalcitrante, con el consiguiente desprestigio a ojos de muchos, o connotaciones poco atractivas. Es una bajeza de la que deberían responder sobre todo las mal llamadas izquierdas parlamentarias, la de haber añadido con su desdén, a esas víctimas, un halo engorroso y retrógrado; y la de haber logrado, con la colaboración del actual Gobierno, que pedir reparación por los asesinatos de ETA o exigir su arrepentimiento -del de verdad o del de mentira, a estas alturas del embaucamiento- como condición para "perdonar" -de verdad o de mentira-, parezca una caprichosa salida de pata de banco de algún grupúsculo residual de nacional-catolicismo. Haber arrojado tácitamente -o permitido por omisión, da lo mismo- semejante baldón sobre esas víctimas es una de las mayores vergüenzas de esta democracia más bien ufana, y alcanza a todos los políticos sin exclusión y a los periodistas (me incluyo) con poquísimas exclusiones.

Y de ahí que asistamos a lo que asistimos ahora: hoy, cuando la famosa Tregua es presentada más cada día como un gesto de magnanimidad al que -fíjense- ETA no estaba en absoluto obligada; cuando vemos a dirigentes del PNV convertidos en sus turiferarios segundos y cuchicheando al oído de los turiferarios primeros en los desfiles (ay, ¿no saben aquéllos que caerían como moscas si tuvieran éxito unidos?); cuando algunos columnistas aerostáticos (se elevan invariablemente por encima del bien y del mal) ya afilan sus lápices para componer te deums a los magnánimos que han sacrificado su mayor pasión, el tiro al blanco, y aún se les reprocha que jueguen los sábados con sus flechas incendiarias porque los dedos no se les entumezcan; cuando ocurre todo esto, se culmina la labor infame y empieza a decirse a esas Víctimas de la Violencia -equipada ésta al fin con las catástrofes naturales y por tanto impersonales y sin culpables- que no sean intolerantes y se muestren generosas, pese a que se les esté negando hasta la baratija del "arrepentimiento" que tanto va de mano en mano en estos tiempos. Es como si se les dijera: "Oigan, no molesten, no den la lata. ¿Qué más les da obtener la baratija si saben -pues esta vez nos conviene admitirlo- que es sólo eso, una baratija?". Y agitan ante sus ojos, en cambio, suculentos cheques de nuestra Indemnización, ese vocablo que cada vez más se parece, acaso porque lo sustituye, a aquel otro más antiguo de "Soborno", y a la expresión "Comprar silencio". Llevamos años gastando esas monedas del perdón y del arrepentimiento, aquí y en todas partes. No quiero ni pensar en un posible e indeseable día en que todos los agravios y crímenes jamás reparados y nunca paliados ni consolados, tan sólo ocultos bajo la alfombra de esos menguados conceptos, enterrados a muy poca hondura y con prisa y sin palabras reconfortantes, surjan bajo la tierra y vuelvan a un mundo que quizá ya no conozca siquiera el remedo actual o mueca del perdón y del arrepentimiento. Porque conviene temer que el proceso no haya aún concluido, y que el destino final de lo degradado sin pausa no sea otro nunca que su desaparición y olvido.

Javier Marías es escritor.

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