A mayor gloria del jefe
EL PRÓXIMO fin de semana el PP vivirá su primer congreso desde que llegó al poder. Un congreso debería ser el momento supremo en la vida democrática de un partido, la asamblea en la que la representación directa de la militancia decide las opciones estratégicas y escoge las personas adecuadas para llevarlas a cabo. Desde este punto de vista, mal empieza el del PP. Depositada por entero la voluntad del partido en las manos de su presidente, éste ha decidido por los delegados sin siquiera mantener las formas. No sólo ha hecho anunciar por el portavoz del Gobierno -que, a la postre, no es militante del partido- algunos de los nombramientos que el congreso tiene que hacer, sino que incluso se ha permitido explicar cómo disfruta jugando a pillar por sorpresa a la ciudadanía y a la militancia. El congreso no se presenta como una asamblea democrática, sino más bien como una misa a mayor gloria de Aznar.Y, sin embargo, no deja de ser el congreso del partido que gobierna España. Una reunión destinada a formalizar el cambio de estilo que Aznar ha impuesto después de un primer año en el que, obsesionado por consolidar en el mundo económico y mediático el poder que había conseguido en las urnas, practicó una política de bronca y hostigamiento que se volvió contra sus propios intereses. Definitivamente asentado -con la ayuda de un PSOE atrapado por sus problemas judiciales e incapaz de hacer la renovación generacional-, el jefe del Gobierno ha descubierto que la conflictividad siempre perjudica al que manda, y ha emprendido una metamorfosis de los modos y las maneras. A este proceso se le ha llamado viaje al centro, porque en la política posideológica el eslogan siempre se pone por delante de los hechos.
La única cosa concreta que del centrismo del PP conocemos es que han pasado a primer plano las personas dispuestas a desactivar tensiones y capaces de emplear un lenguaje descolorido que no ofenda a nadie, en detrimento de los más aficionados al debate político y el enfrentamiento a cara de perro con el adversario. Pero precisamente porque el centrismo no quiere problemas, se ha procurado que nadie perdiera posiciones, que no se produjera agravio alguno que rompiera la armonía de un partido soldado por la fuerza del poder.
El congreso del PP debería ser la ocasión de explicar y debatir las propuestas que den contenido al cambio de imagen. Pero, a la luz de las ponencias y del modelo de trabajo empleado, todo hace pensar que girará entre el España va bien y los lugares comunes del discurso de las terceras vías, que es una forma amable de convertir la política en empleada de los mercados. La asamblea popular, así, tiene como objetivo principal minimizar la política, desactivar la vida pública, abrir un periodo de monótona estabilidad en que, entre las cenizas del PSOE, el PP pueda trazar un paseo triunfal hacia la mayoría absoluta. El único obstáculo es que la realidad no es del todo maleable. Y que desde la cuestión vasca hasta los problemas cotidianos de los españoles, pasando por la construcción europea, los vaivenes de la economía y las responsabilidades de los servicios públicos, hay muchas dificultades que no se resuelven por magia.
Dicen que la derecha de este país sólo entiende el lenguaje autoritario, que sólo se la domestica con el ordeno y mando. Aznar debe de creerlo, porque de otro modo no se explicaría esta manera de gobernar su partido por real decreto. Las declaraciones de centrismo no son compatibles con un uso caprichoso de las instituciones como el demostrado en la remodelación ministerial. El teórico abandono del sectarismo y la práctica de una política abierta y sin discriminaciones casan mal con el inmovilismo con que se afronta la proliferación de acusaciones de caciquismo que le llueven al PP en todos los lugares donde ya lleva tiempo gobernando.
Un congreso es un engorro para un partido en el poder. Al que manda le gusta que nada se mueva, por pánico a que el juguete se estropee. Está por tanto en la lógica una asamblea totalmente descafeinada. Sería deseable, sin embargo, que se evitara que la servil sumisión a un presidente que se sitúa por encima del bien y del mal sea la imagen que quede de la reunión. Antes de las elecciones de 1996, el anterior congreso del PP irradiaba voluntad regeneradora, entusiasmo patriotero y doctrinarismo liberal. Ahora, cualquier expresión de discrepancia, cualquier voz sin el nihil obstat de La Moncloa, parece excluida de una ceremonia de estricta autocomplacencia. Aznar entendió que este país entraba en una etapa nueva y supo adelantarse al PSOE en la renovación y el cambio generacional. Los preparativos actuales, sin embargo, hacen pensar que nadie sobrevive impune a la experiencia del poder.
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