Al hilo del debate
El que escribe se somete, por el solo hecho de hacerlo, a la crítica; quien, además, escribe sobre cuestiones polémicas invita con ello a la discrepancia. Por eso he de comenzar dando sinceras gracias a cuantos en la prensa, periódica o no, se han tomado el trabajo de opinar, elogiando o criticando, mi reciente libro sobre Los derechos históricos y la Constitución. Máxime cuando en su Introducción yo lo presento como aportación a lo que desearía fuese un debate constructivo. Pero ninguna mejor muestra de gratitud que tomarme en serio sus respectivas contribuciones y, tras inclinarme agradecido ante quienes me son benévolos, debatir con quienes me son adversos.Es claro que un debate de altura excluye los denuestos, incluso so capa literaria, las descalificaciones no fundamentadas y los argumentos personales. Tildar el libro de dictamen de parte y suponer mi contubernio con los nacionalistas sólo revela el hábito de cobrar por las tesis que se defienden, algo que yo me cuido mucho de no hacer en cuestiones tan graves como las que mi libro pretende esclarecer y pruebas tengo dadas de ello. Descartar mis doctrinas como "mezcla de invención/manipulación histórica, sociología política barata y mala teoría del Estado", sin más argumentos, tan sólo ponen de manifiesto el carácter escasamente académico del crítico. Cuando, además, se insiste en el supuesto fracaso de tesis mías anteriores, como la utilización del Principio Monárquico para hacer del Rey el "motor del cambio" al llegar el momento de la transición, formulada en 1972 y de cuya puesta en práctica fuimos testigos cuatro años después, la crítica se torna en elogio. ¡Si aquellos fueron "cuentos de hadas", bienvenidos sean Andersen y Perrault! En cuanto a credenciales democráticas y liberales las tengo de sobra y no necesito hacer más gala de ellas frente a procesos de intenciones un tanto paranoicos. Pero dejemos tan nimias cuestiones y vayamos a lo serio.
La primera de las críticas recibidas es el método: utilizar la argumentación jurídica para defender una tesis política. ¿Pero acaso es concebible un derecho constitucional sin contenido político, sin pretensiones de utilidad política? ¿Qué se diría de un derecho mercantil que no pretendiera servir a los intereses del comercio y a resolver los problemas propios de los comerciantes? Como uno de mis críticos más serios y sagaces, José Ramón Recalde, ha dicho: la clave de la Constitución -lo que Löwenstein denomina su "telos"- es la política y las normas el instrumento de la opción política en un Estado de Derecho. Eso es lo que declaro querer hacer en la Introducción de mi obra. Lo otro es convertir el derecho constitucional en un cascarón vacío y, además, inútil.
De esta crítica deriva una segunda. La oposición entre una aproximación normativista de la Constitución y una aproximación historicista, calificando la primera de racional y la segunda de irracional. Pero la realidad es que la única racionalidad política hoy vigente es la democrática, que exige atender a la voluntad de los pueblos (por ejemplo a las últimas elecciones vascas) y es bien sabido que el normativismo a palo seco no sirve ni para dar cuenta de las instituciones ni para explicar el fenómeno de la integración política. Kelsen, sobre todo si es refrito, resulta escaso y no está mal conocer a Smend, aunque para entenderlo haya que pasar por la fenomenología de calida+d, como antes de tomar a broma la distinción entre magnitudes extensivas e intensivas sea bueno dialogar un poquito con Kant. La razón jurídica no puede ser una supuesta razón pura que termina en mecánica. Ha de ser una razón capaz de dar cuenta de la vida "porque el derecho no existe de suyo, es la vida misma contemplada desde una específica perspectiva". Una perspectiva que no es la de las formas abstractas sino la que atiende a los problemas singulares, decantados en el tiempo y cargados, entre otras cosas, de afectividad, algo que la meditación de Meinecke ayuda a comprender. También es bueno leerlo para distinguir con nitidez categorías tan elementales y para algunos tan extravagantes, como historia, historiografía e historicidad.
De las críticas de forma pasemos a las de fondo. Mi idea de los Derechos Históricos se descarta porque no responden al tipo de los derechos subjetivos y, por tanto, no se estructuran en sujeto activo y pasivo, objeto y contenido. Pero, al menos desde S. Romano, sabemos que hay derechos absolutos que, por no suponer una obligación carecen de sujeto pasivo y, además, hay derechos, no subjetivos, sino existenciales, de los que son prototipo, en derecho privado, los llamados derechos de la personalidad y, en derecho público, los clásicos derechos de los Estados que no expresan una situación de poder concreto de un sujeto sobre una realidad social sino la irradiación de una realidad social viva. Desde Savigny a Díez Picazo, civilistas de primerísima fila han señalado que los derechos de la personalidad no son derechos subjetivos y que, en ellos, titular, objeto y contenido se funden.
También se ha criticado mi tesis de que Euskadi y no sólo sus territorios históricos es titular de Derechos Históricos. Pero ello se debe a un deficiente conocimiento del Estatuto de Autonomía vasco, que así lo dice expresamente en tres de sus artículos (artículos 16, 17 y 41) y al olvido, en algún caso relevante harto incomprensible, de la doctrina del Tribunal Constitucional (vd. SS 94/85, FJ 6 y 76/89, FJ 3 y 5). Prescindir del derecho positivo es peligroso a la hora de sentar doctrina, y al caso citado podría añadirse el de algún otro objetor que niega el carácter pactado del régimen foral navarro cuando, cualquiera que fuera la interpretación de la ley de 1841, lo afirma reiteradamente la vigente Ley de Amejoramiento del Fuero de 1983. El recto uso de las categorías jurídicas es aún más importante por ejemplo para no escandalizarse ante la diferencia entre novación extintiva de derechos y novación meramente modificativa de los elementos subjetivos, reconocida por nuestra doctrina y la consolidada jurisprudencia del Tribunal Supremo, que es la que utilizo a la hora de explicar la traslación de los Derechos Históricos desde las Provincias originarias a Euskadi. Y el desconocimiento de los hechos históricos es lamentable cuando se pretende sustituir la novación por la confusión en pro del demos español unitario, pese a las protestas vascas desde 1820 en adelante (los trabajos de B. Clavero son especialmente ilustrativos) y los resultados del referéndum constitucional en 1978. Porque, no existe tal consentimiento mayoritario ni la correspondiente integración constitucional unitaria, se plantea un problema que hay que resolver y que nada se gana con negar.
Para ello he recurrido, entre otras, a la categoría de "fragmento de Estado", blanco de aceradas críticas. Pero que curiosamente no utilizan argumentos jurídicos, como los que usara S. Romano frente a Jellinek, sino fácticos. Argumentos ciertamente poco afortunados cuando se refieren a Europa del Este, donde si algo ha mostrado su ineficacia son las fórmulas políticas pseudorracionalistas, ya centralistas ya federalistas, que sustituyeron las teorizadas por el citado Jellinek. Pero que referidos a España escandalizan al sentido no ya historicista, sino común. ¿Cómo se puede negar que el hecho diferencial es mayor y cualitativamente distinto en Cataluña que en Cuenca o que la conciencia nacional diferenciada, ganadora en las últimas elecciones vascas, no se da en la C. A. de Madrid? Esa asimetría es la que he querido expresar, reproduciendo el mapa que tanta indignación ha causado en algún crítico, de suyo irascible, y cuya filiación bibliográfica y suma coherencia constitucional ha mostrado con su erudición acostumbrada Ernest Lluch.
Que los hechos diferenciales son de suyo plurales, nadie lo niega, e insisto en invocar para ellos el principio democrático, pero negar su existencia es negar la realidad y es ignorar la ciencia, hacerlo, denostando a Gierke como si fuera, no un clásico, sino un partisano.
Pues si se tiene otra doctrina mejor o categorías más plásticas, singulares y útiles, pónganse sobre la mesa, que me adheriré a ellas siempre que sirvan para resolver un problema, porque de eso se trata. En España hay hechos diferenciales que, como tales, se sienten distintos; vitalizados por una conciencia nacional propia que excede con mucho, especialmente en Cataluña, a los nacionalismos respectivos. El españolismo consecuente ha de procurar integrarlos en una España plurinacional que responda, no a una abstracta razón armada, sino a la razón vital de la voluntad de los respectivos pueblos. Para contribuir a resolver ese gravísimo problema propuse mis tesis basadas en una exégesis de la Disposición Adicional de la Constitución, tan normativa como el resto, aunque alguno de mis críticos que, por cierto, alardea de lealtad constitucional, la califique de mero "intento político fallido". Quien tenga otra tesis, no sólo más rigurosa, sino, además, más práctica, como posible punto de encuentro y de diálogo, que la exponga tan gratuita y sinceramente como yo lo he hecho. Y si no se tiene otra opción, explórese ésta.
Pero déjese de una vez el juego de descalificar los proyectos democráticos, pacíficos e integradores sin ofrecer solución alguna, porque ello conduce al caos. ¿O es que de eso se trata?
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