El siglo de lo imprevisible
"¿Por qué crear una moneda común? Ya existe una: es el marco". ¿De quién es esta cita? De Karl Otto Pohl, antiguo presidente del Banco Central alemán, que, como sus sucesores, Helmut Schlesinger y Hans Tietmayer, "estará siempre en cabeza en la batalla contra la moneda única". Es éste un sentimiento que compartían discretamente la mayoría de los responsables alemanes, excepto los dos Helmut (Schmidt y Kohl), y habían convencido de ello a los expertos del Fondo Monetario Internacional, del Banco Mundial y de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico, instituciones que hoy ya no encuentran palabras para festejar la llegada del euro, "niño bendito que el año 2000 trae en su seno". Por lo que se refiere a los alemanes, que son los que más mérito han tenido al abandonar su moneda nacional, su opinión pública no les va a la zaga: celebra la moneda única europea.¿Quién diablos podía esperar una acogida tan delirante? Todos los principales diarios de Occidente le han dedicado su primera página durante toda una semana. El récord lo ha establecido el International Herald Tribune, que ha llegado a ser el verdadero periódico europeo desde que se ha convertido al euro. Semejante explosión de entusiasmo sólo se ha visto en la Copa del Mundo de fútbol. Pero hay que añadir enseguida que los géiseres de euforia brotaron sobre todo en Francia, mientras que toda Europa, todo el mundo, incluido el anglosajón, todo el planeta, saludan este acontecimiento en verdad singular: once países que deciden por las buenas, un buen día, abrir su territorio a la libre circulación de bienes y de personas y acuñar una moneda única. Todos decían, claro que sí, casi todos en cualquier caso: "Eso no se hará nunca". Pero, claro, desde que el acontecimiento se produjo no nos encontramos más que con personas que lo habían predicho. Basta, sin embargo, remitirse a los informes. Ahí, queridos economistas, queridos diplomáticos, queridos colegas, no encuentro a nadie que haya osado prever una acogida parecida a ésta a la que estamos asistiendo. Más bien al contrario, la mayoría de las veces. No hablamos ni de eurófobos ni de euroescépticos: no sería ninguna sorpresa. Pero las mentes más movilizadas a favor de Europa, e incluso los militantes de su construcción, han reflejado mucho más a menudo sus inquietudes y sus dudas que su optimismo. Yo no he sido más perspicaz que los otros, y si bromeo sobre el defecto del vecino no es para evocar una lucidez que sería mía. De hecho se debe a otra razón que no concierne especialmente al euro.
Desde hace algún tiempo, los filósofos del siglo se interesan por nuestros instrumentos de previsión y por la forma en la que estamos condenados a servirnos de ellos. Están convencidos, y yo con ellos, de que este fin de siglo se caracteriza esencialmente por una incapacidad cada vez mayor de anticipar, de prever e incluso sólo de presentir.
Los acontecimientos que no se han previsto son casi siempre los más importantes. Sobre todo desde la implosión del sistema soviético, la destrucción del muro de Berlín y la reunificación de Alemania. El diplomático norteamericano Richard Holbroke comentaba un día delante de mí que de todos estos acontecimientos, sólo la implosión de la Federación yugoslava después de la muerte de Tito había sido presagiada por los estrategas del Pentágono y los videntes del Departamento de Estado. Antes, se habían encontrado incluso en los archivos norteamericanos estudios muy serios, destinados a los grandes de este mundo, en los que se establecía que Nixon no podría ir nunca a China para estrechar la mano de Mao, que Sadat no podría ir nunca a Jerusalén, que los rusos no se resignarían jamás a aceptar por las buenas la reunificación de Alemania y que, en fin, Irán estaba destinado a convertirse, antes incluso que Irak o que cualquier otra nación del mundo, en el Estado terrorista con el que Occidente no podría evitar enfrentarse.
En cuanto a la idea de que un general chileno de viaje en Gran Bretaña pudiera ser arrestado a petición de los jueces españoles con la bendición de algunos Lores de su Graciosa Majestad, habría provocado las carcajadas de todos los que cuentan en el Gotha de los videntes. En resumen, como decía Woody Allen inspirándose en Mark Twain, la prueba de que se puede ser optimista es que uno ya ni siquiera puede prever lo peor. En los Recuerdos de un europeo, de Stefan Zweig (y no es casualidad que se cite este libro en casi todas las ocasiones), hay páginas decisivas sobre los signos de la transformación del mundo. Este novelista delicado, este biógrafo penetrante, este coleccionista de las más célebres partituras de música, se declaraba ya "europeo nacido en Austria". Igual que M. Ciampi, ministro italiano del Tesoro, acaba de declararse "europeo nacido en Italia". Pero Stefan Zweig, que llegaría a suicidarse porque ya no podía aceptar la transformación de su universo tranquilizador, recordaba que su primera inquietud la había suscitado un banquero humanista que le había dicho: "Yo no estoy seguro ni de nuestra moneda ni de nuestra civilización".
En el juego de las definiciones futuristas se sabe que el siglo XXI será tanto el del "fin de la Historia" como el del "choque de las civilizaciones". Decretamos, por otra parte, que será "religioso" o "femenino". Incluso si la emancipación de las mujeres se opone a menudo a la austeridad arcaica de la vuelta a lo espiritual. Dicho de otra forma, se avanza todo y lo que sea sobre este tema. Sin embargo, de lo que estamos seguros es de que este siglo venidero va a empezar con la pérdida de esa "comodidad intelectual" de la que hablaba Stefan Zweig: sólo hay comodidad intelectual cuando la inteligencia puede garantizar la seguridad de la previsión.
Bajo esta luz, es un regalo releer las profecías -que se llamaban entonces "vaticinios"- del buen Padre Hugo.
Su apasionado lirismo, que aun ayer parecía ridículo, nos pone a menudo carne de gallina. Su fe en los Estados Unidos de Europa, su patriotismo europeo que permanece tan carnalmente francés, ese carácter épico y conquistador que da al acercamiento de las viejas naciones: todo esto es lo que necesitamos hoy en día, cuando ya no se mide la gloria del euro más que por la amenaza que hace pesar sobre el dólar. Hay tantas cosas en ese discurso tan célebre de Víctor Hugo que se han citado prácticamente todas. ¿Pero es posible que falten algunas líneas?
"Señores, yo digo, para terminar, y que este pensamiento os dé valor, que no es cosa de hoy que el género humano esté en marcha por este camino providencial. En nuestra vieja Europa, Inglaterra ha dado el primer paso. Y con su ejemplo secular ha dicho a los pueblos: "¡Sois libres!". Francia ha dado el segundo paso. Ha dicho a los pueblos: "Sois soberanos". Ahora demos el tercer paso todos juntos: Francia, Inglaterra, Bélgica, Alemania, Italia, Europa, América, digamos a los pueblos: "¡Sois hermanos!".
No, nosotros no podemos prever nada. Pero podemos consolarnos un poco de esta inseguridad prevista y de la pérdida de la comodidad intelectual con el hecho de que lo que hacemos hoy, es decir, Europa, otros, en el curso de los siglos, lo han concebido, si no previsto. De modo que no tenemos más remedio que optar por este recurso extraño que consiste en confiar más en la utopía que en la previsión.
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