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Espacio reciclable

LUIS MANUEL RUIZ Julio Cortázar se figuraba las ciudades como mujeres hermosas: jóvenes y frescas algunas, con esa anatomía firme que presta la adolescencia, despreocupadas del futuro, juguetonas; otras lentas y casi tristes, de color de crepúsculo en día de lluvia, viudas o divorciadas, dedicadas a repasar infinitamente los días abolidos de la felicidad. Sabemos que las ciudades tienen su carácter. Reconocemos las ciudades como a los amigos o a los enemigos, como a esas novias antiguas que de vez en cuando recordamos no se sabe si con nostalgia o con alivio; reconocemos las ciudades como los libros: las ciudades y las novelas son esa confusión de imágenes, de rostros y de perfumes en la memoria que sólo cobran unidad cuando invocamos el nombre que los resume. Después de leer a Schopenhauer yo llegué a la conclusión de que las ciudades son manifestaciones tan acabadas y elocuentes de la voluntad, esa misteriosa energía suicida, como nuestros cuerpos o la música: masas orgánicas y vivientes, perennes galápagos de metal y cemento que cargan sobre el caparazón con todas sus toneladas de memoria y alguna promesa para el porvenir, circuitos que facilitan que la vida de sus habitantes sea más vistosa o más compleja. Las calles de una ciudad son su memoria; una especie de agenda donde quedan inscritos los nombres y las fechas que dejaron cicatrices en ella. Invocar esos nombres tiene algo de mágico: parece que la ciudad puede atraparse a base de enumerar metódicamente las palabras que la entrecruzan. Para mis amigos y para mí, París era la ciudad arquetipo de la ciudad, la Ciudad con mayúsculas, la madre de las ciudades donde sucedían todas las cosas que merecían la pena, donde vivía la gente interesante y se hablaba sin cesar de jazz y de literatura. Sin haberla pisado nunca, nosotros aprendimos en las novelas de Cortázar la geografía de ese lugar ideal y lo recitábamos como pronunciando conjuros: Saint-Michel, Vaugirard, Mouffetard. Pero la memoria de las ciudades, como todas las memorias, está formada de estratos; los recuerdos de hoy sepultan a los de ayer, y así sucesivamente. Por eso resulta acertada la propuesta que el grupo socialista trata de hacer valer estos días en el Ayuntamiento de Sevilla, la de rectificar el nombre de muchas calles ligadas todavía a un pasado al que se le dio cancelazo y quizá sea necesario superar del todo. Si la calle Catorce de Abril pasó a llamarse Héroes de Toledo, si la calle del Pueblo Libre fue borrada por un amenazador Coronel Yagüe y Carlos Marx expulsado por Sanjurjo, parece justo y necesario que el giro de la rueda desbanque a todo ese elenco de militares, falangistas y dudosos héroes que rubrica todavía nuestras esquinas: García de la Herranz, Sebastián Recaséns, Eduardo Rivas, General Orgaz, José María Osborne, el etcétera es largo. Es hora de pasar el relevo, de abrir sitio. La ciudad, como escribe Italo Calvino, es "buscar y saber quién y qué, en medio del infierno, no es infierno, y hacer que dure, y dejarle espacio", el reciclaje del espacio se nos vuelve necesario, entonces.

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