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"Il piccone" y la carne de Pujol ANTONI PUIGVERD

Si hay una figura a la vez curiosa e interesante en la política italiana (en donde abundan, como es sabido, los tipos interesantes y curiosos) no es otro que Francesco Cossiga, viejo diablo superviviente de la anterior etapa política, un tipo que lo ha resistido todo: el cambio de régimen, el derrumbe de su partido (la todopoderosa democracia cristiana) y la revolución judicial de mani pulite... Cossiga, que fue un pintoresco presidente de la república, tiene ya una edad: de acuerdo con las convenciones, muchos en su lugar se adaptarían al discreto silencio que envuelve a los venerables jubilados. Sin embargo, nuestro hombre continua armando bulla y se ha convertido popularmente en il piccone (que, en versión muy libre, podría traducirse, en catalán, por el torracollons, dicha sea la palabreja en su acepción más simpática y positiva). Cierto que Italia es aficionada al ritornello: personajes como Andreotti o Panella (por citar dos extremos) estuvieron durante décadas de una manera u otra en el candelero (Panella, a pesar de sus espectaculares cambios de camisa -unos cambios que en España serían impensables-, todavía está en el ajo, y en cuanto a Andreotti, según cómo derivara su juicio, podría perfectamente volver). En la política italiana no parecería extraño lo que aquí está haciendo Felipe González: situarse como un gallego en la escalera política sin que sepamos si está de una vez bajando o si sigue empeñado en volver a recuperar lo que parece que le quitaron en no muy buena lid. En Italia, eso se considera normal: un político puede hacer su carrera y su camino con desparpajo, aunque perjudique claramente al partido del que forma parte. Por poco sex appeal político que un personaje público haya cosechado, puede en Italia, con suma facilidad, llegar a crear partidos o corrientes unipersonales. De ahí la impresión de mercado persa o campo de Agramante que la política italiana produce entre los observadores hispánicos. Y es que nuestra democracia, quizá por su tardanza, por ser tan anhelada, apareció como travestida de sacralidad, nimbada por un pudor casi calvinista, cosa que impide a los profesionales de la cosa pública formalizar o exhibir ante el respetable sus lógicas ambiciones de poder y sus auténticos instintos políticos. Cossiga, que tiene la lengua viperina, el humor de retranca y una muy útil sangre de horchata, ha protagonizado esta última temporada un espectacular cambio de camisa que ha permitido el ascenso del ex comunista Massimo d"Alema a la presidencia del Gobierno italiano. Como todo el mundo sabe, esto es en Italia algo más que un sacrilegio. Durante largas décadas, la política italiana estuvo dividida en dos bloques, el católico (con sus aliados laicos, incluidos los socialistas, y todos sus pasteleos) y el comunista. La guerra fría y la sombra de la enorme cúpula de San Pedro consiguieron demonizar a los comunistas, que nunca pudieron llegar al poder, a pesar de su impresionante implantación y de los muchos ayuntamientos que gobernaron. Incluso después de la caída del muro, ya reconvertidos casi todos en socialdemócratas y enterradas la vieja hoz y el martillo bajo un bondadoso roble (la quercia de los democráticos de izquierda), los ex comunistas tuvieron que llegar al poder disfrazados con la bautizada piel de Romano Prodi -un amable tecnócrata: católico, progresista y sin prejuicios- y bajo el manto protector no de una quercia, sino de un ulivo... El polo de centro izquierda, enfrentado al polo derechista que galvaniza el empresario Berlusconi, ganó las elecciones, gobernó durante un par de años y cayó por causa de la intransigencia de Bertinotti, guardador de los rebaños de la pureza (aunque sin la pretenciosa severidad de nuestro Anguita). Cuando parecía que el Olivo se había debilitado irreversiblemente y cuando ya se esperaban nuevas elecciones, un grupúsculo proveniente del polo derechista dio los votos necesarios a un candidato del bando contrario, a un candidato de izquierda que se presentaba sin piel de cordero. Cossiga, viejo democristiano, entregaba las llaves del poder a D"Alema, el ejemplar más puro que en el actual partido de los democráticos de izquierda (PDS) podría encontrarse de lo que fue la cultura del antiguo PCI. Después de votarle, Cossiga, zumbón, regaló a D"Alema, frente a las cámaras, en el mismo Parlamento, una figurilla de azúcar que representaba a un niño: irónica referencia a las tenebrosas aficiones gastronómicas de los comunistas, que no pocos rancios católicos en Italia estarían todavía dispuestos a creer. Cossiga, que se había presentado en el polo de Berlusconi, ha traicionado doblemente a la derecha italiana: se ha convertido en lo que aquí llamamos un tránsfuga y, por si fuera poco, ha permitido el mayor cambio histórico en Italia desde la posguerra mundial: por fin un ex comunista llega a Palazzo Chigi... Lo que Cossiga ha posibilitado no es moco de pavo. Y no le ha sido fácil hacerlo tragar a sus votantes, a pesar de que los comunistas han desteñido el rojo y que los católicos ya no responden en general a la cultura del enfrentamiento maniqueo. Cossiga no representa a la corriente democristiana de izquierda. Esta corriente estaba, está todavía, en el Olivo y considera a Prodi su líder natural. ¿Se ha convertido, pues, Cossiga al centro izquierda? ¿Tiene Alzheimer, como sugirió un comentarista de Berlusconi? ¿Por qué razón un hombre que lo ha sido ya todo en política, que no aspira a nada personal, ayuda a romper tantos tabúes y, al frente de un grupúsculo, consigue favorecer un cambio de tanta envergadura simbólica? Puede parecer locura senil, pero, felizmente, en Italia (donde, desde los tiempos de Maquiavelo, la gran política es un arte ameno e instructivo) el gesto de Cossiga responde a una visión. Después del terremoto que provocaron los jueces de mani pulite, una parte importante de la clase política desapareció y este vacío, casi completo en el centro- derecha, permitió el ascenso de la oscura figura de Berlusconi. Con él los negocios (no solamente televisivos) se confunden con la política, y cuando gobernó era imposible saber (como habría pasado si Mario Conde hubiera llegado a conseguir su objetivo) dónde empezaba su gobierno y dónde terminaban sus intereses. Para reconstruir una derecha según los parámetros europeos hay que eliminar a Berlusconi (curiosamente, uno de los pocos amigos que tiene este empresario en el PP europeo es Aznar, de ahí que Cossiga, para tocarle las narices, interviniera hace un par de meses en el tema vasco). Éste es el sentido de la traición de Cossiga. Debilitar a Berlusconi, impedirle que acceda al Gobierno, romper su polo, conseguir que el Parlamento apruebe una ley de "conflicto de intereses" que impida pastelear sin solución de continuidad entre política y negocios. Favoreciendo la normalización de la izquierda, Cossiga pretende normalizar a la derecha. He ahí una muestra de cómo la política no se deja sólo a los jueces, de cómo la habilidad, el doble mensaje, el florentinismo, la traición, las trampas parlamentarias también pueden formar parte de la gran política sin dejar de ser un espectáculo apasionante y un divertido juego de salón. Detrás de lo que parece un viejo bronco y lenguaraz hay un practicante de la finezza política, un buen profesional. Uno esperaría, precisamente, encontrar algún Cossiga entre tantos democristianos nuestros, que explican, off the record, las pestes del pujolismo, que se refieren al final de etapa, que avanzan solapadamente posiciones, pero que se limitan a aguardar pasivamente a que el líder indiscutido se marchite. En los tiempos de la gran cocina francesa, había que aguardar mucho para poder cocinar las aves de caza. Las colgaban de un gancho por el cuello durante días hasta que, gracias a la putrefacción, se separaba el cuerpo de la cabeza. Éste era el signo. Sólo entonces el cocinero empezaba su trabajo. Esta operación se llama faisander: dejar que la carne se pudra para poder guisarla. ¿Sería mucho esperar de nuestros políticos democristianos que se avanzaran, con garbo, humor y valentía, al estilo del sorprendente Cossiga, valiéndose de alguna jugada personal, en vez de esperar, sumisos y pacientes, a que la herencia de Pujol, definitivamente faisandée, pueda cocinarse?

Antoni Puigverd es escritor.

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