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Tribuna
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Jugar con los presos

La pancarta "Por los derechos de los presos" abrió la multitudinaria manifestación convocada el pasado sábado en Bilbao por los partidos nacionalistas firmantes de la Declaración de Estella (con la IU de Madrazo y Anguita en el papel de okupa del abertzalismo). La ambigüedad y la indeterminación de la consigna explican en incierta medida el éxito del llamamiento: ningún demócrata puede rechazar las implicaciones lógicas del artículo 25 de la Constitución, que garantiza a todos los presos -abstracción hecha de la gravedad de sus delitos y penas- el ejercicio de sus derechos fundamentales, salvo aquellos "expresamente limitados por el contenido del fallo condenatorio, el sentido de la pena y la ley penitenciaria". Ese núcleo último de libertad está formado por los derechos enumerados en el capítulo 2º del Título 1º de la Constitución, que deberán siempre ser interpretados -precisa su artículo 10- de conformidad con la Declaración Universal de 1948 y con los tratados y acuerdos internacionales suscritos por España.Los partidos nacionalistas vascos sostienen erróneamente que el cumplimiento de las condenas en cárceles del País Vasco o de su entorno forma también parte de ese ámbito protegido, equivocada convicción que les ha llevado al fracasado intento de pedir amparo a las instancias europeas de defensa de los derechos humanos. No siempre fue esa la posición oficial del PNV; hace diez años Arzalluz defendía la legalidad de la dispersión penitenciaria ("La manipulación de los presos", Deia, 20-VIII-1989) y negaba la existencia de un "presunto derecho" a impedir su aplicación. Ni la Constitución de 1978 ni las declaraciones internacionales de derechos humanos sirven de fundamento jurídico a la exigencia de acercamiento de los presos a Euskadi. El artículo 12 de la Ley General Penitenciaria de 1978 -aprobada con los votos del PNV- confía las decisiones sobre "ubicación de establecimientos" carcelarios a la Administración, si bien "se procurará" que cada área territorial disponga de instalaciones suficientes "para satisfacer las necesidades penitenciarias y evitar el desarraigo social de los penados".

Aunque la política de dispersión de los presos fuese abandonada por considerar hoy -cosa razonable- que las circunstancias han cambiado, la construcción dentro del País Vasco o en sus proximidades del número de establecimientos penitenciarios adecuados para alojar a todos los condenados por delitos terroristas no podría realizarse de la noche a la mañana. Tampoco cabe hablar de conculcación de los derechos humanos a propósito del tercer grado y la libertad condicional cuando la denegación de tales beneficios penitenciarios combine requisitos reglados y decisiones discrecionales. Pero muchos ciudadanos no acudieron a la manifestación movidos por razones jurídicas sino impulsados por motivos humanitarios: los sentimientos de compasión por la suerte de los presos o por el dolor de sus familiares contribuyeron sin duda al éxito de la convocatoria. No es necesario creer que el "rechazo a la crueldad" sea una seña de identidad del pueblo vasco, audaz hipótesis antropológica propuesta por el bienpensante profesor Pedro Ibarra para explicar el éxito de la concentración de Bilbao: sólo los racistas niegan que los buenos sentimientos se hallen aleatoriamente distribuidos por el mundo.

En abierto contraste con los condenados del caso Filesa y del caso Marey que se dedicaron a jugar a los presos antes de ser indultados o acogerse al tercer grado, muchos miembros de ETA están cumpliendo desde hace años duras condenas bajo severas condiciones carcelarias. Tal vez por la ley de las compensaciones, algunos dirigentes nacionalistas en libertad han resuelto, en cambio, jugar con los presos para sus fines. Pero la manipulación de la consigna del acercamiento de los reclusos al País Vasco como etapa preparatoria de una campaña para su excarcelación sin la definitiva renuncia previa a la violencia exigida por el Pacto de Ajuria Enea sería una estafa a los sentimientos humanitarios de la manifestantes de Bilbao. Porque los atentados, extorsiones y amenazas del nacionalismo radical, lejos de ser las chiquilladas que supone Arzalluz, hacen temer que la tregua de ETA constituya una maniobra para conseguir primero la puesta en libertad de sus dirigentes encarcelados y proseguir después su cruzada de muerte.

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