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Triste inmortalidad

LUIS MANUEL RUIZ Cualquiera que compulse la más escueta biografía podrá comprobar que Jorge Luis Borges estuvo un par de años en España a principios de este siglo, como capítulo de tránsito que le llevó de Buenos Aires a Ginebra, donde finalmente le enclaustraría la Gran Guerra, y que su periplo por nuestra tierra patria tuvo como escalas Barcelona, Madrid y también Sevilla. En alguna entrevista, incluso, Borges confiesa haber pergeñado algún florilegio de versos en connivencia con jóvenes vanguardistas sevillanos como Cansinos-Assens y haber enterrado la semilla de lo que, posteriormente, sería el prolífico movimiento ultraísta, réplica sudamericana del futurismo, dadaísmo y demás quincalla, algo de lo más avant garde en aquellos años medianos de la década de los veinte. Pero esta compulsa no puede sino despertar el horror más cabal en personas que, como yo, sienten una especial simpatía por esa momia casi transparente y algo extraviada que aparece en las fotografías cuando se cita al escritor argentino. Yo -y quienes compartan esta debilidad me comprenderán- temo muy sentidamente el aniversario Borges. Por supuesto que allá abajo, por el Río de la Plata, descorrerán el abundante número de placas que corresponde al caso y se financiará una no menos prolífica cantidad de montajes teatrales recordatorios, pero a mí lo que me aterroriza es esto, nuestro fortificado Macondo con ínfulas de metrópoli, al que se le puede ocurrir, en una renovación de esa diabólica estrategia de marketing que ya ha colado por el pasapuré a otros egregios nombres relacionados directa o indirectamente con Andalucía, hacer lo propio con el pobre Borges y dejarlo para el osario. Me alegro de no estar en Buenos Aires: así me evitaré la putificación (permítaseme el neologismo) del maestro y su homologación con fast foods mediáticos del calibre de las Spice Girls o Lady Di; me evitaré que la puesta en limpio del mantel arroje al aire toda la migaja y porquería sobrante, que siempre es lo primero que se ve y que se siente, y espero (ruego) que hasta mí no llegue más que la resaca de aquel turbio y lejano maremoto. Porque no podría soportar ver que repiten con mi abuelito Borges ese sadismo y esa crueldad, ese placer homicida de snuff movie de quien se recrea con la hemoglobina y las vísceras que ya practicaron, hasta la náusea, con el indefenso y destripado García Lorca. Lo vimos por todas partes, lo tuvimos en todas las librerías, figuró en papel satinado o con grosera pintura acrílica sobre alguna sábana hasta en los más esquinados teatros-centros cívicos de la comunidad; hablaron de él gentes que no lo conocían, lo machihembraron con cosas que detestaba o que le eran tan familiares como el idioma lapón, torturaron sus poemas con guitarras, zambombas y lo que cayese; lo ladraron; sirvió de revancha a algunos y de exculpación a muchos otros; y lo peor de todo: lo fundieron en bronce y lo tallaron en mármol, lo hicieron carne de academia y de reseña obligatoria, lo asesinaron con mucha más saña y premeditación que aquella remota mañana del 36. "Triste inmortalidad la que otorgan las efemérides", escribió el maestro bonaerense.

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