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Música de Maryland para Guy DebordENRIQUE VILA-MATAS

Si hubo alguna vez un hombre atormentado por la maldita ambición de meter todo un libro en una página, y toda esa página en un artículo de opinión, y ese artículo en una palabra, y esa palabra en una sola letra, ese hombre no soy yo. Termino de escribir esta frase y noto que tiemblo, me acuerdo de pronto de Isadore Isou (Bucarest, 1914), para quien Baudelaire destruyó la anécdota en favor de la forma poética, Verlaine destruyó la forma poética en favor del verso puro, Rimbaud destruyó el verso en favor de la palabra, Mallarmé perfeccionó la palabra y la volvió hacia el sonido y, a continuación, Tristán Tzara destruyó la palabra en favor del vacío y dijo que Dadá no significaba nada. Profundamente equivocado, Issou apenas escribió nada significante. Termino de escribir esto y me acuerdo de Edmond Jabès, que dijo que siempre que uno escribe corre el riesgo de no volver a hacerlo jamás. Tiemblo de pronto en la tarde, que me parece situacionista. Tiemblo ante el repentino temor a caer fulminado por el síndrome de Bartleby, aquel escribiente que decía siempre que "preferiría no hacerlo". Pero viendo finalmente, como me parece estar viendo, que no ha llegado por suerte mi hora de seguir la estela de Isou y abandonar el fraseo, prosigo y digo que son las seis y veinte de esta tarde de invierno y aquí estoy yo escribiendo que sigo escribiendo, razonablemente feliz mientras miro con atención la única foto que conozco de Isadore Isou, fundador del letrismo y hombre de inquietante aspecto, maestro involuntario del gran Guy Debord, que discrepó del letrismo y fundó el situacionismo, ese movimiento que -por mucho que tal vez sea "demasiado pronto para saberlo"- está volviendo, se mueve ya subversivamente al fondo de las estancias de nuestras podridas vidas cotidianas. Miro la foto y el gesto torcido de Isou y, algo conmocionado, busco de inmediato un punto de fuga en la ventana de mi cuarto tratando de dejarme envolver por los ecos de la música de un disco extraño y casi silencioso que en julio de 1948 comenzó a sonar en las emisoras de música negra de Maryland y pronto se extendió por toda la costa este y luego a lo ancho y a lo largo del país. Se trata de una música que, según he oído decir, en el momento de su aparición parecía provenir del éter, no tanto transportada por las ondas del aire como flotando sobre ellas: It"s too soon to know (Demasiado pronto para saberlo), una canción que anunciaba tambores de guerra y que interpretaban cinco negros de Baltimore liderados por Sonny Til, casi con toda certeza la primera canción de toda la historia del rock and roll. Si está volviendo el situacionismo no estoy en plenitud de condiciones -me digo ahora escuchando a Sonny Til- para afirmarlo. Tal vez, al igual que en la canción, es demasiado pronto para saberlo. Pero yo diría que hay músicas que anuncian su vuelta. Y no hay de qué extrañarse. A fin de cuentas, siempre vuelven los cátaros. A veces se llaman Dadá, letristas, situacionistas o punkis, pero siempre acaban volviendo los cátaros, siempre vuelven y lo hacen de forma fugaz ("larga vida a lo efímero", decía Guy Debord), con la brillantez del rayo que burla la noche, siempre vuelven y de lo primero que se ocupan es de encontrar otro estilo de vida, otra vida cotidiana. "Para ellos", escribe Anselm Jappe en Guy Debord, Anagrama 1998, "todo lo que se separa de lo cotidiano es una alienación y una desvalorización de la vida cotidiana y real a favor de unos presuntos momentos superiores. Se trata, obviamente, de una vida cotidiana que está todavía por construir". En La sociedad del espectáculo produjo Debord páginas de una sobria belleza que raras veces se encuentra hoy en día. Y no sólo de una sobria belleza sino de una intuición política muy alejada de todo el pensamiento intelectual revolucionario del siglo, un pensamiento que hoy es inofensivo, porque está muerto. Guy Debord, en cambio, más allá de su muerte, vive. Como explica Anselm Jappe, Guy Debord supo analizar, por ejemplo, con una intuición sorprendente, el papel del secuestro de Aldo Moro y la función del Partido Comunista italiano en la superación de la crisis del Estado, en términos hoy en día generalmente aceptados, pero que entonces eran inauditos. Y es que, por ejemplo, Debord escribió que la versión de las autoridades italianas no era creíble ni un solo instante y que su intención no era ser creída sino ser la única en el escaparate. Años después de estas palabras del autor de La sociedad del espectáculo, las comisiones parlamentarias llegarían a la misma conclusión de que las Brigadas Rojas habían sido en cierto modo controladas por una fracción del poder. Invito ahora al lector a que piense en el continuo espectáculo de las versiones únicas que nos ofrece a diario el escaparate político español. Tal vez sólo por eso no siento llegada para mí la hora de abandonar el fraseo y, es más, comprendo que Debord discrepara de su maestro Isadore Isou y optara por la palabra revolucionaria y por la vuelta a los conceptos marxistas más importantes y más olvidados. De ahí su vigencia total en el escenario del espectáculo de nuestra sociedad de los escaparates únicos. De ahí su incómoda vigencia, todo sea dicho. No hace mucho pude yo comprobarlo al entregar un relato a una revista de desnudos femeninos, que me había solicitado el cuento para un número extraordinario dedicado a una marca de whiskys. Les entregué un cuento situacionista y, ante mi asombro, un alto ejecutivo de la marca de whiskys decidió censurarlo, impedir la aparición del cuento a causa, según se me dijo por teléfono, de su condición de relato "nada edificante". No es preciso decir que me invadió una gran alegría, pues yo creía que no se podía ya escandalizar a la sociedad del espectáculo. Eso me confirmó aún más la cercanía de los tambores de guerra situacionistas y la subversiva vigencia del pensamiento crítico de Debord, de quien hoy en día se exalta en nuestra universidad su condición de "escritor" en detrimento de su crítica social. Pero tanto da. Yo estoy ahora mirando por la ventana de mi cuarto y sé que Debord ha vuelto. Lo sé y sigo escuchando la música de Maryland, y hasta pienso ahora que tal vez me haya equivocado y no sea demasiado pronto para saberlo, para saber que vuelve Debord y con él los situacionistas y los tambores de guerra total y declarada a nuestras miserables vidas cotidianas. Aquí estoy, en la tarde de invierno, escuchando los anuncios de una nueva música y recordando aquel cuento de Ambrose Bierce donde un líder político se queda desolado al ver que se va alejando de él su sombra. "Vuelve aquí, canalla", le ordena. "Si yo fuese canalla, no te estaría abandonando", le responde la sombra acelerando el paso. De acelerar el paso siempre han sabido mucho los situacionistas, imitan al breve y brillante rayo que burla la noche. Vienen y se van y luego vuelven. A veces lo hacen con el estilo de los Sex Pistols. "Estamos bastante, bastante desocupados, y no nos importa", cantan, y luego simulan que vomitan, que lo devuelven todo garganta abajo. Vienen y se van y luego vuelven, siempre vuelven los cátaros.

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