Trabajo fijo y seguro
PEDRO UGARTE No, el título no alude a ningún empleo prodigioso (de esos que ya han entrado en la categoría de modalidades contractuales en peligro de extinción), sino a uno de los beneficios más sutiles que Vicente Verdú apreciaba en el tabaco: el cigarrillo, ese humilde y mortífero cilindro, era también una trinchera, un escudo protector, una perfecta excusa, si debíamos comparecer en público y además estar solos. Todo el mundo conoce la ceremonia de la espera en un bar, en una esquina, en una parada de autobuses. En las masificadas ciudades de hoy en día, la soledad es un delito, y cualquier estadía desasistida en un espacio colectivo resulta una transgresión. Por eso el tabaco servía como coartada perfecta, el tabaco era siempre "un trabajo fijo y seguro". En terminología de la burocracia bruselense: el tabaco era un espléndido partenariado. Uno se sentía menos solo atado a un cigarrillo. El tabaco ha justificado siempre las esperas, los paseos distraídos, el café tomado a solas en la barra de un bar o en los salones de un hotel. El tabaco siempre nos había salvado de la soledad. Después de todo, no estábamos tan solos: estábamos fumando. Íntimamente ligado a este subliminal beneficio detectado por Verdú, el tabaco ha justificado siempre una forma de filosófica inactividad. Otro excelente escritor, Iñaki Uriarte, dio hace algunos años con la fórmula: "Entre actuar y no actuar, siempre hay una tercera opción: fumar". Pero, a pesar de la vinculación del tabaco con estos dos elementos negativos de la conducta social (la inseguridad y la ineficacia), alguien debería subrayar una virtud irrebatible en sustancia tan nociva: que hace de sus adictos unos espléndidos contribuyentes. No contentos con abonar a Hacienda sus impuestos directos, cada calada de tósigo que se propinan estos individuos supone a las arcas públicas sustanciosos dividendos. Gracias a los fumadores se construyen viaductos, se erigen escuelas, parques infantiles, hogares de la tercera edad y centros de acogida para mujeres maltratadas. Se diseñan autopistas y se remunera a los jueces, a las brigadillas municipales y a los empleados de correos. Gracias a los fumadores, sí, se sostienen los centros de investigación oncológica, incluso se financian las campañas antitabaco y las becas destinadas a los atletas olímpicos que aparecen en ellas, con cara de no haberse dopado nunca. Pero el imperio del tabaco se derrumba. Un nuevo artilugio, tecnológicamente mucho más complejo y avanzado, ha venido a sustituir al cigarrillo como resorte de autodefensa: el teléfono móvil. Durante los años noventa, el tabaco ha dado paso al móvil como trabajo fijo y seguro. De hecho el móvil es el trabajo "más fijo y más seguro" que uno podría encontrar. No sólo absuelve de la soledad, sino que literalmente la dinamita. El móvil deja constancia de nuestra amplia red de contactos sociales. El móvil subraya que somos personas muy ocupadas, ya que gracias a él discutimos a voz en grito mientras cruzamos los semáforos o nos reímos a mandíbula batiente en la esquina de una plaza. Uno desenfunda el móvil y la realidad se transforma: ya no estamos solos. Recobramos la desenvoltura e incluso demostramos nuestra falta de prejuicios al charlotear impúdicamente con nuestra tía o nuestro jefe o nuestro más directo subordinado. Quizás el invento del teléfono móvil ha hecho más daño al tabaquismo que todas las pacatas campañas en contra de los cigarros. Quizás gracias al móvil la gente encuentra hoy menos oportunidades para fumar. Hay sin embargo una diferencia de fondo: con el móvil uno no financia escuelas, ni hospitales, ni campañas antitabaco, con el móvil uno sólo engorda la cuenta de resultados de grandes empresas privadas de comunicación. Es una pena que este nuevo compañero que atenúa nuestra soledad social resulte tan poco solidario. Parece que, incluso en cuanto a vicios, cualquier tiempo pasado fue mejor.
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