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Carta a Mario Vargas Llosa

Querido Mario Vargas Llosa: Siempre he sido muy aficionado a los diccionarios. Una de las palabras que más me fascinaban de niño era "antípodas" ("con los pies enfrentados"). Allá por el año 1979 vino usted a Japón, un país que se encuentra en los antípodas de Perú, el suyo. Fue entonces cuando nos conocimos.

Nos presentó un amigo y antiguo compañero mío de estudios en la Universidad de Tokio, que era entonces editor y entusiasta lector de novela latinoamericana. En aquella ocasión, le confesé con qué admiración había leído Conversaciones en la catedral. Después le acompañé hasta el hotel donde se celebraba la convención de la sección japonesa del Pen Club. Usted había sido invitado como presidente que era del Club. A mí me negaron la entrada. Estaba tan contento de haber hablado con usted que me olvidé totalmente de que ya no pertenecía al Pen Club. Me había visto obligado a abandonarlo tras haber criticado a los miembros de la ejecutiva que se habían negado a alzar su protesta contra la represión a la que estaba siendo sometido el poeta coreano Kim Ji Ha.

Desde entonces no he dejado de leer sus obras; y volvimos a encontrarnos dos veces más, en Tokio y en Hiroshima. Recientemente tuve la oportunidad de dar una charla a un grupo de jóvenes compatriotas míos y de leer con ellos A writer's reality (La realidad del escritor), una recopilación de sus conferencias en la Universidad de Siracusa. Esta experiencia me evocó caros recuerdos suyos y me forzó a escuchar nuevamente la llamada de su voz crítica.

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Por "caros recuerdos suyos" me refiero al hecho de que fui capaz de reproducir con todo detalle el proceso mediante el cual seguí, como lector, su progreso como escritor. Por "la llamada de su voz crítica" me refiero a mi admiración por la estrecha relación existente entre su posición con respecto al pasado y al presente de América Latina y las ingeniosas estrategias narrativas de su ficción. En otras palabras, me sorprendió la inmensidad de la realidad a la que se enfrenta como escritor contemporáneo, y me vi obligado a volver a mirar mi propia obra con humildad.

No puedo sino admirar todo lo que usted consigue antes mismo de empezar a escribir la novela: la precisión con la que aborda el tema y el ingenio con el que inventa el modo más eficaz de escribirlo. Ahora mismo estoy en plena revisión final de una larga novela. La primera en cuatro años. Y sigo sintiéndome inseguro con respecto al tema y al método narrativo empleado. Sólo a fuerza de revisiones logro confirmar el tema, lo cual constituye probablemente mi propio método de escribir novelas. Cuando leí aquellas conferencias, en las que trata con toda precisión y variedad los métodos narrativos, me di cuenta de algo, aunque demasiado tarde, quizá. Me gustaría empezar esta primera carta mía con lo que me han evocado sus palabras sobre La guerra del fin del mundo.

Escribió usted una inmensa novela acerca de una rebelión que tuvo lugar en el remoto interior de Brasil poco después de que se fundara la república. Remoto tanto en el tiempo como en el espacio, pero estrechamente relacionado con el mundo presente y futuro. El ejército gubernamental procedente de Río de Janeiro o de Sao Paulo, centros de pensamiento moderno, consideraba que los campesinos cristianos de la periferia eran una horda de infieles. Desde el punto de vista de los campesinos, aquella guerra in tolerante y cruel para todos era la guerra del fin del mundo. Tuvo lugar en una tierra situada en los antípodas de Japón veinte años después de las guerras civiles de la Restauración Mejji, que marcaron el inicio de la modernización de mi país.

Habla usted del tema de su novela en términos de la oscura historia de la intolerancia en América Latina y su relación con los intelectuales. Ciertamente, los intelectuales fueron víctimas de la intolerancia, pero, a su vez, al resistirse a ella, la incrementaron. Incluso participaron en la construcción de un sistema de intolerancia. ¿Por qué?

La cuestión que usted planteaba debió de llegar al corazón de sus alumnos estadounidenses. En mí, como escritor japonés, provocó una reacción igualmente aguda, porque no podía dejar de pensar en el cambio que se había producido en el sentir nacional durante los últimos años y en el papel de los intelectuales que ayudan a modelarlo.

Me hice plenamente consciente de estos problemas durante el año que pasé enseñando en la Universidad de Princeton. Dejé Japón en el otoño de 1996, y hacia el final de aquel año, la residencia del embajador japonés en Lima fue asaltada y ocupada por la guerrilla.

¿Cómo son recibidos en América Latina los empresarios y ejecutivos japoneses? ¿Cómo concibe el país del que procede el pueblo latinoamericano? Que ría encontrar las respuestas a es tas preguntas en las crónicas del New York Times y otros periódicos. También quería enterarme de lo que significaba históricamente aquel incidente para la guerrilla y para el pueblo peruano. Y, por supuesto, cuando pensaba en los pobres rehenes, sentía una punzada en el corazón. Cuando los rehenes fueron liberados y los guerrilleros muertos, mi atención se centró completamente en el tono de la prensa japonesa. Esta se mostraba claramente diferente a la de otros países en cuanto que toda su argumentación giraba en torno a lo que se resumía como una crisis de gobierno. Estaba llena de razonamientos que terminaban sugiriendo cómo construir un sistema de intolerancia con el que el Estado pudiera enfrentarse, tanto estratégica como institucionalmente, a unas circunstancias tan críticas.

Poco después de mi regreso a Japón tuvo lugar en Kobe un suceso en el que un adolescente asesinó a un chico minusválido, exponiendo a continuación su cabeza en un lugar público y enviando una desafiante carta a la prensa. Este incidente provocó la aparición de todo tipo de argumentos relativos a la degradación de la enseñanza. Profesores y periodistas informaron sobre el horripilante estado en el que se encontraba la educación. Nunca se había visto nada igual.

Lo preocupante, sin embargo, es que sé tiende a la construcción simplista de un sistema de intolerancia. Se hicieron propuestas para la transformación de la ley del menor, que es una ley que protege a los niños, en una ley de protección de la sociedad adulta. Se llegó incluso a considerar la escandalosa propuesta de que en el caso de los asesinos no hay derechos humanos que valgan.

Usted ha escrito unos cuentos fascinantes en los que describe desde dentro los modos de pensar de los menores urbanos. Yo me hice novelista describiendo niños de pueblo. La literatura no puede ignorar el bien y el mal, la inocencia y la crueldad, presentes en la infancia. Sin embargo, nunca se ha puesto deliberadamente de parte de un sistema de intolerancia que oprima a los niños. Pienso ahora seriamente en el papel práctico que puede tener el novelista a este respecto.

Este sesgo hacia la intolerancia por parte de los japoneses se hace más evidente en cuestiones relacionadas con el sentimiento nacionalista y con las cuestiones de Estado en las relaciones internacionales. Cuando se le exige a Japón que pida perdón o que compense por sus agresiones e invasiones a otros países asiáticos antes y durante la última guerra, lo que hace es mostrar una actitud cada vez más desafiante. Ha llegado a formarse un movimiento a escala nacional que intenta borrar de los libros de texto japoneses toda historia que reconozca abiertamente los pecados cometidos por el Japón moderno.

¿Cuál es el motivo de que se sesgara de este modo el sentir nacional japonés? Yo lo detecto en la psicología de la compensación de los males cometidos, con forme a la cual Japón se supeditó a la Constitución pacifista y se ha abstenido de participar activamente en ninguna guerra durante los últimos cincuenta años. Yukio Mishima lideró este sentir desde los posicionamientos de la derecha. Los activistas de izquierdas, aunque políticamente apuntaban en la dirección opuesta, apoyaron emocionalmente su suicidio, como una convincente forma de protesta, y, al apoyarlo, también ellos mostraban su aspiración a ser machos.

Aprovechándose de este sentimiento nacionalista, Japón, como Estado, llegará a constituir un sistema de intolerancia. Los japoneses recelan de la fabricación por parte de la República Popular de Corea del Norte de misiles capaces de alojar armas nucleares, químicas y biológicas. Reconozco que su recelo es muy natural. Como contramedida, sin embargo, Japón desea incorporarse al sistema norteamericano de defensa antimisiles. Uno debe recordar que incluso en este país ha habido periodistas que han visto una desesperada vulnerabilidad en el hecho de sumarse a dicho sistema.

Estoy totalmente a favor de que Japón actúe contra la proliferación de armas nucleares. No obstante, me opongo a que Japón participe en la estrategia norteamericana de contraproliferación sin tratar de encontrar medidas concretas que favorezcan la no proliferación. Estas medidas son muchas y variadas, como remediar la escasez de alimentos, por ejemplo.

Le ruego que tenga la bondad de excusar una forma de hablar tan poco apropiada para un novelista. Retomo ahora su tesis de que los intelectuales colaboran a veces en la construcción de los sistemas de intolerancia. Deseo sinceramente que los intelectuales de este país discutan entre ellos la mejor manera de destruir ese mecanismo que empuja el sentir nacional en una dirección determinada. Además, a la vista del hecho de que la educación superior está muy extendida en este país, empleo el término "intelectual" en un sentido amplio. No tengo en mente sólo a ese limitado número de personas que escriben para los medios de comunicación, sino a ese gran número de intelectuales que constituyen las verdaderas fuerzas motoras del sentir nacional. Esos intelectuales me llenan de esperanza y al mismo tiempo me producen una profunda ansiedad.

Temo que esta carta que le escribo pidiéndole consejo sea demasiado ambigua tanto en lo que dice como en la forma de decirlo. Antes opinaba lo mismo con respecto a mis novelas. Querido Mario Vargas Llosa, humildemente deseo que tolere mis opiniones y me conteste.

Atentamente,

Kenzaburo Oé.

© Kenzaburo Oé, 1999.

© The Asahi / EL PAÍS, SA, 1999.

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