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Reportaje:PLAZA MENOR - DIEGO DE ORDÁS

El Dorado en Chamberí

El conquistador castellano Diego de Ordás, oriundo de la Tierra de Campos, fue uno de los más activos buscadores del mítico territorio de El Dorado, paraíso virtual que sirvió de acicate para que muchos hidalgos campesinos empobrecidos dejaran de arar sus ásperos campos y se lanzaran a surcar el océano impredecible alimentados con quiméricas esperanzas y dispuestos a saciar sus ancestrales apetitos de honor, fama y riquezas. Los designios municipales son a menudo inescrutables; quién sabe qué extraños vericuetos llevaron a los mentores del nomenclátor callejero a bautizar con el nombre de don Diego esta plaza nacida en los albores de los años noventa. Quizá fueron las olas del V Centenario, quizá fue la resaca de aquella esplendorosa marea conmemorativa la que embarrancó al iluso guerrero en esta urbana orilla del Canal de IsabelI. Hay que ver las vueltas que dio el mundo desde que aquellos navegantes confirmaron su esfericidad. Tantas y tantas vueltas como para ir a dar con la memoria del héroe en pleno barrio de Chamberí, en un aliviadero de la calle de Santa Engracia, virgen y mártir de origen portugués sacrificada en Zaragoza, cuyas excelsas virtudes premió el Ayuntamiento adjudicándole esta importante vía, una vez más sin fundamento conocido que avale el homenaje.

Este aséptico rectángulo podría admitir por su carácter exquisitamente neutral cualquier advocación sagrada o profana, pero los taxistas que nada saben de don Diego ni de su gesta, una vez ubicada la plaza por las indicaciones del viajero, se refieren a ella como la plaza del Hotel, con el pragmatismo que caracteriza a los de su gremio.

Este hueco abierto milagrosamente en el corazón de un barrio donde el metro cuadrado edificable se encuentra entre los más caros de la urbe, ha sido colonizado por una empresa hotelera que ofrece apartamentos, suites y habitaciones en dos de las tres fachadas de la plaza. El nombre de Diego de Ordás aparece en una discreta banderola clavada en la acera de Santa Engracia, no hay lápida ni monumento que acredite su posesión sobre este postrero y domesticado dominio, pálido remedo de su dorada utopía. La generosidad municipal no ha dado para más y la única estela conmemorativa a la vista en el lugar hace mención a las hazañas inauguratorias de Álvarez del Manzano, que ha dejado su omnipresente impronta en la placa que refiere la apertura de un centro de la tercera edad, un funcional y discreto edificio de ladrillo concebido para no romper la armonía con el impecable conjunto arquitectónico paredaño, obra preclara del neomudéjar madrileño del XIX, paradigma de un estilo y de un diseño industrial humanizado que no quiso subordinar la funcionalidad a la belleza, sofisma muy extendido en estos tiempos, sino que trató de conjugar la ética con la estética.

La estética neomudéjar preside las instalaciones del primer depósito del Canal de IsabelII y se prolonga en las dependencias de los servicios municipales de la acera opuesta y en la fachada del Parque de Bomberos número1 de la capital, probablemente ubicado aquí para aprovechar el líquido elemento canalizado y depositado en sus inmediaciones. El singular torreón del depósito, una construcción eminentemente utilitaria, destaca hoy como un gracioso y peculiar minarete edificado en aras del Progreso, una deidad escasamente representada y generalmente infravalorada en el panteón ciudadano.

La torre, finalizada su etapa de utilidad industrial, se transformó pasados los años en albergue, depósito, sala de exposiciones y marco de funcionalidades culturales y artísticas, sin perder su condición de monumento señero, hito imprescindible y mayúsculo en la historia de una urbe, eternamente sedienta pese a estar edificada sobre las aguas como asevera uno de sus más antiguos lemas: "Fui edificada sobre agua, mis muros de fuego son".

La geométrica y anodina plaza de Diego de Ordás justifica su presencia con un inmueble de utilidad pública que ocupa el fondo del espacio, la sede de la Consejería de Presidencia y del Consorcio de Transportes de la Comunidad de Madrid. Junto a la puerta de la consejería, sobre el cristal, han pegado un cartel tan bienintencionado como estéril que especifica los derechos del ciudadano que recurre a la Administración, entre los que destaca el buen trato, la información puntual y la diligencia que los funcionarios deben a los solicitantes y consultantes.

Los parroquianos del club de mayores juegan a las cartas, charlan o meditan confortablemente a buen recaudo tras los ventanales del centro, que ofrecen una vista panorámica de los jardines del Canal y su pintoresco y macizo torreón. El Canal de IsabelI, ciclópea y vital obra pública, impulsada por Bravo Murillo a mediados del pasado siglo, acabó con el obsoleto oficio de los aguadores, que distribuían diariamente en 36.000 cubos los 2.000 metros cúbicos de los viajes de agua que abastecían una ciudad que ya había alcanzado los 200.000 habitantes.

Tan faraónica como imprescindible iniciativa contó con la colaboración forzosa de miles de presos, que pagaron con creces sus deudas con la sociedad abriendo paso hasta la ciudad a los preciados caudales de la sierra del Guadarrama, que hoy día sigue sacrificando buena parte de sus recursos hidrológicos en beneficio de la ingrata capital.

En esta zona de Chamberí donde el conquistador Diego de Ordás es un recién llegado, se concentra un crucial y casi desconocido legado histórico. Desde la plaza neutral pueden verse la cúpula metálica del torreón que emerge entre los nuevos edificios y la torre de entrenamiento de los bomberos casi como en un paisaje de Chirico. En la cercana calle de Bretón de los Herreros el paseante aún puede palpar la vida cotidiana de los pequeños comercios que dieron fuste a Chamberí situados en los bajos de historiados edificios que nacieron a compás con este siglo que agoniza.

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