La luna de ValenciaMIQUEL BARCELÓ
Quien lo contó, al hacerlo, no alteró el tono de su voz ni había hecho antes pausa alguna. Su relato no llegó de improviso ni fue abrupto. Formaba, al contrario, parte de una sucesión sin propiamente comienzo, que yo recuerde. La cena en aquel restaurante era ruidosa y el resto quebrado de mi voz de pesadumbre no me permitía, en cualquier caso, ni hacer preguntas ni pedir explicaciones. Hacía un calor inesperado allí fuera, aquella noche de finales de octubre, en las calles de Valencia. El narrador parecía estar acostumbrado a informar al visitante de las rarezas de la situación en que se encontraba el país; un país escurridizo como una materia inconexa, inaprensible como una luz cautivadora en progresiva extinción. Lo de Valencia, la convulsa confusión de la lengua, el embrollo constantemente agitado hacia un delirio quizá del que no se vuelve, irreversible. ¿Cómo pudo empezar todo? El narrador no se sentía afectado por mi silencio. Quizá no llegó a pensar que sólo se debía a una mutilación y que no era muestra de escaso interés por mi parte. Seguramente lo había contado otras veces y es probable incluso que condujera su narración de excentricidades de acuerdo con un guión poco deliberado, de construcción oscura. El narrador estaba involucrado inextricablemente en su narración. Se podía percibir que el objetivo de su exposición, tan rutinaria, era el de recordarse a sí mismo mediante aquella selección de episodios que él formaba parte de todo el tenebroso asunto y que, a diario, y no como el visitante, asistía al crecimiento de la deforme criatura. Y lo contó con voz uniforme de atestado. "Se comen ya entre ellos, con un voraz e inclemente apetito. Se tenía que llegar a eso, fíjate. En uno de sus buenos colegios, de estricta valencianía, hay un niño cuyo primer apellido es Catalá, no sé qué Catalá. Resulta que era objeto de escarnio y befa por su nombre. Por qué se llamaba así, si quería provocar con ello, qué pretendía probar. La presión sobre el niño alcanzó tan cruel agobio que la dirección del colegio tuvo que intervenir. Se decidió con el asenso de los padres del niño recurrir a un genealogista que certificara el origen correcto del nombre Catalá. Y así lo hizo el genealogista, y expidió un diploma en donde constaban el escudo, armas y procedencia de Catalá. Sobre un fondo azur, un castillo rampante de cuyas almenas colgaban unas yedras y con una puerta gótica plateada cuya cerradura tenía forma de flor de lis, en ambos ángulos inferiores sendas gárgolas parecían mirarse horrorizadas. La leyenda inferior explicaba que "procedentes del pueblo medieval de Catalá, del condado X de Francia, reciben de ahí el nombre las familias que lo llevan. Los Catalá han destacado en la abogacía, el comercio y los hechos militares". Acompañando al diploma, cuyo destino era el recibidor del piso de los Catalá, se expidió una copia de menor tamaño, en la que los colores estaban quizá más contrastados, para uso diario del niño. Se sabe que el procedimiento ha sido bastante efectivo y ahora el niño con su salvoconducto de colores es más feliz en su colegio". Ignoro, claro, si el episodio es del todo cierto o no. Quien lo contó no parecía dudar de su autenticidad. En cualquier caso es inimaginable fuera del contexto crepuscular, de luces intensamente contrastadas, que hay en Valencia. Cierto, por todas partes hay niños abusados y humillados, pero éste resulta inequívocamente muy valenciano. Pero, ¿en qué consiste lo de Valencia? El visitante, aun quien cree saberlo, difícilmente advierte lo afilado de las aristas, las escamas secas y cortantes de la criatura en continua dilatación. Esta criatura es resultado de una génesis muy simple, de la alteración sencilla de un elemento social, la lengua, que es capaz, sin embargo, de reproducirse con una intensidad propagativa cada vez mayor. La lengua que hablan, cada vez menos, los valencianos es valenciano y no catalán, y por ello el número de hablantes en español crece irreversiblemente puesto que el español, aunque no sea valenciano, no es de ninguna manera catalán. No se entiende, claro. Es un disparate, pero ocurre. Y ocurre también que muchos valencianos están sujetos a vivir una vida cotidiana lingüísticamente incomprensible, sin remedio conocido. Todo parece regido por un principio tan activo como perverso. ¿Cómo es posible que todo ocurra como está ocurriendo? ¿Quién o quiénes con tanta claridad como obstinación propician esta alquimia? No faltan los que señalan remedios, mejor dicho el remedio, el único que tiene visos de eficacia: la restitución política, por orden, de aquella anterior situación lingüística. Pero, ¿cuán anterior era? y ¿cuánta era? En fin, ¿cómo empezó todo? Se conoce el funesto calendario, aunque no exista concordia sobre las fechas del proceso de sustitución de una lengua por otra. Fue la traición de la burguesía o simplemente la ausencia de burguesía el sujeto históricamente responsable de la desnaturalización. Valencia, la ciudad, o la que fue ubérrima huerta. Lo cierto es que la alteración social se muestra incorregible, incansablemente abrasiva de lo que fue, en sus días ancianos, una identidad. Lo peculiar, quizá lo que puede enloquecer a uno, es que la sustitución de una lengua, el catalán, por otra, el español, se produce y rige para dar cuerpo a un rechazo, a algo, en suma, que no existe en la razón, que el valenciano no es catalán. Sólo un orden político, una organización del poder social, puede amparar este delirio y hacerlo progresar, nutriéndose constantemente de sí mismo, creando su propia materia. Sabiendo esto, el visitante quizá logre entender la desesperación cultural que, exasperada, puede llegar a expresarse con formulaciones muy simplificadas de la realidad: o ellos o nosotros, por ejemplo. A la vista está que los remedios académicos que contemplan la persuasión por el conocimiento son ineficaces. Es siempre, siempre tarde para evitar la merma. La luna de Valencia no es, seguramente, más atroz que la de Carcaixent, la de Oliva, la de Benialí o la, algo más lejana, de Mallorca. Pero los hombres que al verlas llenas se vuelven lobos aúllan con reconocibles voces diferentes.
Miquel Barceló es catedrático de Historial Medieval de la Universidad Autónoma de Barcelona.
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