Mi mamá no me mimaVALENTÍ PUIG
Un cálculo elemental de rentabilidad ha llevado a algunos escritores que usualmente publican en catalán a la conclusión de que deben ponerse a escribir en castellano enseguida, como aquellos que en su día -o más bien en su siglo- optaron por el latín frente al griego, según el principio de que es más fácil arrebatar la maza a Hércules que un solo verso a Homero. Me divierte que algunos de los que ahora descubren la pólvora sean los mismos que hace unos pocos años criticaban con sorna a quienes, como es mi caso, escribíamos y escribimos en catalán y en castellano. No tiene por qué ser tan divertida la ingenuidad de una de sus argumentaciones: achacar el empeño por dejar de escribir en catalán a una desidia cultural de la Generalitat presidida por Jordi Pujol. Eso significaría, desde luego, haber creído mucho en la Generalitat. Del mismo modo, suponer que una Generalitat presidida por Pasqual Maragall vaya a dar a los escritores en catalán súbita naturaleza de autores afincados en Manhattan es otra forma de ingenuidad que ni tan siquiera vocean los activistas más capaces del maragallismo. Por lo demás, pudiera resultar una situación tan curiosa como las cesantías del siglo XIX: dejo de escribir en catalán mientras Pujol no me haga más caso y vuelvo a codearme con Carner y Pla en seguida que Pasqual Maragall me mime como me merezco. Lo primordial es que nos quieran. Cierta frivolidad aflora en ese resistencialismo à rebours al parecer decir que uno deja el catalán por el castellano porque las instituciones públicas de Cataluña no le miman lo bastante. De eso pudiera deducirse que uno se puso a escribir para recibir mimos institucionalizados y no por querer ser escritor: por lo mismo, optó por escribir en catalán porque eso iba a ser jauja y ahora resulta que todo era un espejismo, en especial un público lector que -si restamos los alumnos de bachillerato y la propia sociedad literaria- cabe en la suma de unidades de cuidados intensivos del sistema hospitalario de Cataluña. Propagandísticamente, som sis milions, pero la totalidad de personas interesadas en leer libros en catalán cabe holgadamente en una cuadra de México D. F. Por supuesto, acepto y asumo el derecho de cada escritor a usar la lengua que quiera y pueda: el checo Kafka escribe en alemán; el irlandés Beckett, en francés; el polaco Conrad, en inglés; el rumano Ionesco, en francés; el ruso Nabokov, en inglés. Y tutti quanti. En el caso de Cataluña, el trasvase del catalán al castellano, o al revés, tiene incluso mucha más naturalidad por la condición genéricamente bilingüe de la sociedad catalana. Aunque la tesis monolingüista amenazaba con una lepra llamada diglosia, practicamos esa transición lingüística cientos de veces al día. Casi todos, en la calle y en casa; los escritores, adecuando su oferta a la demanda. Por ejemplo: comencé la mañana trabajando en un libro de relatos en catalán, ahora estoy escribiendo este artículo en castellano; he leído la prensa del día en catalán y en castellano y, mientras me duchaba, he escuchado la radio en castellano y en catalán. La verdad es que todos necesitamos que alguien nos mime, pero quizá sea un poco abusivo esperar que el masajeo de ego corra a cargo del contribuyente. Ciertamente, los escritores en catalán pueden sentir un agravio comparativo cuando contrastan los presupuestos de teatros faraónicos con -por ejemplo- las menguadas partidas presupuestarias para la promoción del libro catalán en el extranjero. Son aspectos capitales de la cuestión, y todo hace pensar que algo habrán de decir al respecto los candidatos a presidir la Generalitat en las próximas elecciones, pero la pataleta reduccionista de amenazar de forma irónica o solemne con pasarse al castellano da una idea aún más depauperada de lo que es una cultura sin élites consolidadas y objetivos de excelencia. Al final, por reducción al absurdo, llegaríamos a la conclusión de que comprar libros en catalán debe desgravar en la declaración de Hacienda o que todos los escritores catalanes debieran tener el derecho a ser reconvertidos en funcionarios de la Generalitat -algo parcialmente en curso-. En su Tratado sobre la tolerancia, el comunitarista Michael Walzer sostiene que la tolerancia hace posible la diferencia y que la diferencia hace necesaria la tolerancia. Es un razonamiento consistente frente a las políticas culturales impuestas en nombre de un resarcimiento histórico y de forma incomprensiblemente ajena al bullicio vital de una sociedad. Por lo demás, el problema no es que haga falta mimar mucho más a los escritores: realmente, quien más importa es el lector. Son los editores y los autores quienes han de mimar al lector, seducirle, atraparle en la deliciosa trampa de un buen argumento novelesco o en la trama intelectual de un ensayo, con el talento y la astucia de usar como uno pueda las capacidades expresivas del catalán. El lector: esa es la cuestión. Aunque a otros nos pueda parecer una razón endeble, uno tiene todo el derecho a dejar de escribir en catalán porque le da la gana o porque la Generalitat no le mima. De todos modos, el nudo gordiano, a mi entender, se conformaría dramáticamente en el momento en que nada ni nadie hubiera podido conseguir que la palabra escrita en catalán tenga un público numéricamente digno y suficiente. Sin ese mimo mínimo, ni tan siquiera las satisfacciones que pueda conllevar el resistencialismo serían de suficiente volumen como para obstaculizar el éxodo definitivo.
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