Amanecer de libertad
En una de sus menos afortunadas realizaciones, titulada Los su pervivientes, Tomás Gutiérrez Alea abordaba el tema de la desaparición progresiva de la burguesía en los años que siguen al triunfo de la Revolución castrista. Fue una muestra de cómo el genio del director cubano empequeñecía al asumir el papel de ilustrador de la ideología de un régimen poco dado a los matices. Lejos de la brillante metáfora que planteaba en las Memorias del subdesarrollo, el recurso al esperpento tremendista de jaba ver por todos sus poros en el filme, citas a Buñuel aparte, la voluntad de escribir en imágenes un panfleto contra las antiguas clases dominantes. Pero al margen de los infortunios de la historia, lo que nos interesa, es su línea argumental: en vez de emigrar, el patriarca de la familia protagonista decide oponerse al curso de la Revolución ignorando ésta, atrincherándose en su residencia como un búnker para prolongar su antigua forma de vida como si nada sucediera en su en torno. Incluso su sucesor llega a restablecer la esclavitud en la finca a costa de los antiguos sirvientes, antes del hundimiento definitivo.
Existen antecedentes de este tipo de planteamientos. En la literatura revolucionaria soviética alcanzó celebridad La chinche, de Maiakovski: una vez consolidado el nuevo mundo proletario, convendría guardar un ejemplar de la antigua clase explotadora, un burgués, para que la naciente humanidad supiera lo que es un parásito social.
Lo que ni Maiakovski ni mucho menos Gutiérrez Alea podían imaginar es que la historia iba a dar un vuelco, y que sería la forma comunista de organización social la que con el tiempo pasaría a la condición de especie a extinguir. Sin duda, es éste uno de los atractivos que hoy ofrece la sociedad castrista para quienes se niegan a reconocer el fracaso del modelo soviético. La cubana es la última revolución comunista superviviente, porque en China y en Vietnam no se sabe ya lo que hay, y de Corea del Norte más vale olvidarse. En cambio, después de cuarenta años Fidel Castro signé ahí, fiel a sus ideales revolucionarios, como un nuevo Quijote de fin de milenio que sigue retando a los magos perversos del mundo capitalista. Además el pueblo cuba no es cordial, y como no tiene otro remedio aguanta lo qué hay, sus servidores estalinistas no parecen tales y enfrente está, y esto sí es real, la gran potencia que nunca vio en Cuba sino un espacio para ser dominado. El carácter dictatorial del régimen, su ineficacia económica y la penuria generalizada que sufre la población pasan a segundo plano. Nada tiene de extraño que el espectáculo revolucionario, bueno para ser visto desde un hotel de lujo previa escala en Varadero, siga teniendo buen número de admiradores.
Por otra parte, y por lo menos a corto plazo, la supervivencia del castrismo se encuentra asegurada. Como en el caso de Franco, Castro es toda una garantía de que en un momento de crisis no dudará en hacer disparar. Fue una de las primeras lecciones que aprendieron los cuba nos en aquellos días de enero dé 1959, apenas entraron los barbudos en triunfo por las calles de La Habana. En la gran fiesta popular se sucedieron las imágenes de entusiasmo y confraternización, entre el puñado de guerrilleros y el pueblo gozoso que había vencido sin participar para nada en su mayoría en la lucha contra Batista. Pero pronto esas imágenes se vieron acompañadas por otras, río mostradas hoy por quienes hacen reportajes conmemorativos: las de las detenciones, juicios de masas y ejecuciones públicas de los sicarios de la dictadura derrocada. El espectáculo de la represión de los antiguos verdugos dejaba de tener que ver con la libertad, enlazaba con el totalitarismo maoísta tan del gusto del Che y se convertía en aviso para navegantes. Si un tribunal otorgaba un habeas corpus a un culpable, Castro lo acataría, pero para pedir después que se fusilase a los jueces del tribunal. Y nadie piensa que ha ya cambiado de opinión si ve su revolución amenazada. .Desde los primeros días de aquel mes de enero, la defensa del orden revolucionario ahogó la que fuera gran promesa de su movimiento del 26 de julio: la libertad para Cuba, entendida como libertad democrática.
La Cuba castrista sobrevive en este fin de siglo por la represión, con una vigilancia policial generalizada y esa seguridad en que Comandante nunca permitirá que se le escape el poder. Pero también porque como los burgueses cercados de Gutiérrez Alea Castro ha restaurado para mantenerse, no la esclavitud del siglo XIX, pero sí un curioso capitalismo de base neoesclavista. La burguesía cubana es el enemigo, fue destruida en los años sesenta, y en ningún caso debe rea parecer, ni con las dimensiones de la famosa chinche. En cambio el país se abre a los cuatro vientos del capital exterior, aprovechando el enorme potencial turístico y la existencia de una abundante mano de obra pagada con salarios de, miseria. Es algo muy diferente de lo que ocurre en China, donde el capitalismo ha resurgido desde abajo, rehaciendo la sociedad civil bajo la autocracia política comunista. Castro no lo tolera. La cosa es aberrante, pero genera suficientes intereses defensivos, enlazando la clase política del régimen con un poderoso capitalismo exterior, español en buena parte (feliz regreso a la colonia), para impedir todo cambio. Los turistas políticos de izquierda se encargarán de la propaganda, como sus antepasados, de Alberti a Sartre, lo hicieran con la Rusia de los Soviets.
En realidad, la utopía castrista murió hace mucho tiempo, tal vez por buscar una fecha simbólica en el fracaso de la zafra de los diez millones Desde entonces sólo hizo sobrevivir primero gracias a los enormes subsidios económicos de la URSS, ahora con las grandes cadenas hoteleras. Pero sus soportes se habían cuarteado desde los primeros días. Fidel Castro era entonces el portavoz sincero de una utopía nacionalpopulista, a partir de una memoria histórica que le llevaba a intentar la solución de los gravísimos problemas legados por el 98: la dependencia de los Estados Unidos, la fractura entre la floreciente capital y la pobreza e ignorancia del campesinado, la discriminación racial, la corrupción, la sucesión de dictaduras culminada en Batista. Tanto su famosa defensa al ser juzgado en 1953 como los discursos de 1959 descubren una vocación utópica de que la revolución fuera "un amanecer de la libertad" que promoviese la justicia social, el crecimiento económico y un bienestar mayor de la población. En su sueño frente a la dictadura, piensa incluso en ciudades donde la policía no fuese necesaria, con el tráfico a cargo de boy-scouts. Pronto la orientación defensiva se impondría llegando a su contrario, una dictadura personal apoyada en un partido comunista.
"Había una vez una República. Tenía su Constitución, sus leyes, sus libertades; Presidente, Congreso, Tribunales; todo el mundo podía reunirse, asociarse, hablar y escribir con entera libertad. El gobierno no satisfacía al pueblo, pero el pueblo podía cambiarlo. Existía una opinión pública respetada y acatada y todos los problemas de interés colectivo son discutidos libremente. Había partidos políticos, horas doctrinales de radio, programas polémicos de televisión, actos públicos y en el pueblo palpitaba el entusiasmo". Así describía Fidel Castro el estado de la democracia cubana en vísperas de la dictadura de Batista. Desde una necesaria reconciliación, no es un mal programa para cuando acabe la suya.
Antonio Elorza es catedrático de Pensamiento Político de la Universidad Complutense de Madrid.
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