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El borracho

Cuatro y veinte de la madrugada, un hombre camina tambaleándose por la acera de los impares de la calle Desengaño. Su aspecto sucio y desaliñado revela que hace días que no ve el agua de una ducha, ni una cama limpia, ni probablemente un techo sobre su cabeza. Como en una carrera de obstáculos, el beodo va sorteando los bolardos que el Ayuntamiento sembró para suplicio de tibias y rótulas y viandantes distraídos y también quebranto de faros, pilotos y parachoques en maniobras de aparcamiento necesariamente a ciegas. Alguno de esos flamantes bolardos de hierro fundido y con el escudo del oso y el madroño se resiste al regateo al haber pedido la verticalidad en el empellón de un camión o una furgoneta. Nuestro errático caminante lo consigue no obstante dándose de bruces unos metros más allá con los tutores de una varilla de aligustre recientemente plantada en la acera. Mira la hojarasca aún temblorosa por el impacto, da un paso hacia atrás y retoma la marcha a trompicones hasta abrazar una de las cientos de farolas de corte tradicional que, junto a los bolardos y aligustres, fueron instaladas en una operación urbanística que el verano anterior puso patas arriba las calles aledañas a la Gran Vía.

Era la primera fase de un plan más amplio y ambicioso que pretende adecentar el llamado itinerario de los teatros y cines de Madrid, una ruta imaginaria por las salas del centro de la ciudad. Financiado con fondos Urban de la Unión Europea, el programa intenta devolver el lustre que tuvieron antaño unas vías ahora deprimidas no sólo por el paisaje sino támbién por el paisanaje.

Asido a la farola, como una amante de urgencia, el borracho emitió unos sonidos guturales que precedieron a la inmediata expulsión de lo que rechazaba su aparato digestivo. Pálido y mortecino aunque con un gesto de alivio, levantó la cabeza y retomó la carrera con paso más firme abandonando la escena del episodio y el testimonio aún caliente de su intempestivo regurgitar. Nadie prestó mayor atención a lo ocurrido salvo un tipo que trataba de conciliar el sueño bajo unos cartones en el quicio de un garaje y que siguió con interés su trayectoria por temor a que pudiera caerle encima el fruto de aquellos espasmos. Muy cerca, unos tipos calentaban sus manos quemando una pila de papeles y tablas que ennegrecía la fachada del edificio en que se apoyaban, al tiempo que otro orinaba sin el menor pudor y casi con ostentación sobre la acera recién pavimentada. Unas cuantas prostitutas ajadas, unas por la edad, otras por la droga, hacían su carrera somnolientas mientras otros individuos más despiertos pasaban unas papelinas a los suplicantes zombis que acuden por decenas a comprar su dosis.

Pocos reconocerían semejante panorama en la visión que unas semanas antes presentaba ese mismo escenario el día en que el ministro de Economía Rodrigo Rato y el alcalde Álvarez del Manzano lo recorrían para inaugurar las obras realizadas con fondos comunitarios. En las horas previas al acto, una legión de empleados de la limpieza había trabajado a fondo con cepillo y manguera baldeando las calles. De la misma forma los agentes municipales limpiaron de "indeseables" la zona y las grúas municipales levantaron los coches mal estacionados. Fueron sólo unas horas de esplendor, las justas para escenificar la solemne inauguración. Ese día fue el único en que estuvieron limpias las calles. Los diseñadores geniales de la reforma dispusieron la colocación allí de unas losas de cemento que trataban de imitar al granito. Un material de superficie porosa que absorbe toda la suciedad, no dando al cepillo la menor oportunidad de éxito. Mancha que cae mancha que queda para los restos. Así lo pudo comprobar el concejal de Limpieza, Luis Molina, que en su desesperación hablaba de fregar el suelo con líquidos decapantes.

Pero nada funciona y aquel flamante pavimento está ya cubierto de churretes hasta presentar un aspecto realmente asqueroso. Enseguida volvieron también los pobladores de la noche que escondieron aquel día bajo la alfombra. Entre ellos estaba el vagabundo borracho cuyos deshechos orgánicos quedaron junto a la farola. Allí dejó su marca indeleble para siempre.

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