Patria y privacidad
Es probable que durante estos días o en los próximos alguno de nosotros -o muchos gracias a la última y, por esta vez, beata moda del turismo cultural-, visitemos la que, ya a priori, se nos antoja como una excelente antológica del pintor Aurelio Arteta. Cabe suponer que en ella cuelgue su óleo Cuatro generaciones (u otro similar), una escena aldeana que a uno le evoca a Jean François Millet (podría tratarse de tres espigadoras enhiestas con niña), y quiere ver en los rostros la factura de Tres mujeres en la iglesia, de Wilhelm Leibl; todo ello tamizado por el nuevo colorido y la pincelada de un Paul Cézanne. Un alarde de realismo costumbrista y luminosidad expresiva apoyada en el color. Estará Puente de Burceña (el Arteta que uno prefiere) donde la atmósfera, la composición y el tema urbano se unen para introducir en el cuadro un clima de desolación y plasticidad que trasciende la escena para darle ese tono moral que puede verse en muchas de sus obras. Estarán, a buen seguro, los óleos sobre cartón con los que tomó parte en la memorable Exposición de Artistas Ibéricos de 1925; vigorosas escenas de trabajo tocadas por el clasicismo y el cubismo a un tiempo. Era la época de la llamada "vuelta al orden" (renovación), de la que Arteta fue impulsor destacado en España -junto con Vázquez Díaz, Cossío o los noucentistas catalanes-. Frente a la fragmentación y el pesimismo racional de las vanguardias puras, los renovadores contraponían el optimismo de la voluntad, el calor de lo humano, y un clasicismo que exaltara el volumen, la fisicidad y el ser de las cosas, según escribió la italiana Margherita Sarfatti en 1911. Cubistas y renovadores marcaron dos vías hacia la modernidad pictórica en toda Europa. Arteta profundizó en esta última vía durante los años treinta. De ella surgió -y estará, como no, en la antológica- Los náufragos (1920-1932), tal vez su óleo más conocido. Pero la ola de reencantamiento nacionalista que nos anega (de signo vasquista o españolista, tanto da) amenaza con afectar a éstas y otras pequeñas querencias que muchos tenemos en privado (véase lo sucedido con el Bai euskarari). "Qué bien expresa Arteta lo vasco", o algo así me decía contra la barra de un bar un amigo nacionalista. Fue inútil insistir en la condición de republicano y socialista del pintor, o que su primer ruralismo era común en toda Europa, lo mismo que su vocación social o sus figuras físicas y escultóricas del final. Sensu contrario, algún crítico ha minorado su talla por ser proveedor de buena parte de la imaginería de Euskadi, lo que supuestamente disminuiría su valor de universalidad. El propio comisario de la Exposición ha tenido que prevenir contra la tendencia a crear arquetipos de baserritarras o arrantzales vascos a partir de las imágenes de Arteta. No niego que en la devoción que uno siente por Arteta aniden emociones y sentimientos de agitación por el país o la patria (de hecho, lo que precede no es erudición, sino pura emoción, con lo que arriesgo una punzante reprimenda de cierto amigo experto). Pero siendo éste afecto de paisano (compartido, por tanto, con tantos otros del país), la devoción por la maestría del bilbaíno lo trasciende. El arte secularizado es uno de esos valores que diluye fronteras y nos une con hilos tenues al conjunto de la humanidad. Es una suerte ver El Ángelus (1857-1859) de Millet, sin importar que represente a dos campesinos de Auvernia. Ni creo que sientan ustedes pudor, si no son creyentes, en convenir conmigo en la genialidad que encierra el Descendimiento de la Cruz (1435) de Van der Weyden. Algún amigo querido ha defendido un nacionalismo ciudadano frente al tribal que padecemos. Tenemos el nacionalismo que tenemos y dudo que cambie de raíz. Pero, frente a esta renovada exaltación de la religión comunitaria, sí podría retomarse el camino, hoy desdibujado, de la secularización y progresiva privatización de las emociones por la tierra natal. Son los buenos deseos para un año mejor.
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