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Autonomías

Cuando en 1994 el Gobierno aprobó el proyecto de ley de autonomía del Banco de España, algunos se preguntaron si esa autonomía era congruente con la Constitución, a cuyo tenor "el Gobierno dirige la política interior y exterior". Para aquietar la duda, la exposición de motivos, tras recordar que el banco debería rendir cuentas ante el Parlamento y que su órgano de dirección sería designado por el Gobierno, adujo que esa limitada autonomía monetaria es útil para lograr la estabilidad de los precios, objetivo incardinable en el de "estabilidad económica" proclamada en la Constitución. También en la UE se ha puesto en duda en ocasiones, por motivos parecidos, que fuera reconciliable con el principio de legitimidad democrática la independencia del Banco Central Europeo, institución que tomará el timón de la nueva moneda europea.Quienes formulan esas dudas sobre la autonomía de ciertas instituciones contemplan la realidad de nuestras democracias con excesiva ingenuidad. Olvidan las ventajas de esos contrapesos que los anglosajones llaman checks and balances. Meses atrás tomé del paleontólogo americano Stephen Jay Gould la expresión "dilema de Cornelia" para referirme al dilema que sufre el funcionario o institución obligado a discrepar de su Gobierno, sobre todo en público: como la hija del rey Lear, se arriesgará a un inmediato destierro. El personaje de carne y hueso que entonces tenía en mente era don José Barea, el entrañable profesor y hacendista que con sus severos informes sobre el Presupuesto llevaba tiempo proporcionando munición a la oposición. Su posterior cese confirmó, además de la clarividencia de Shakespeare, la difícil supervivencia de cualquier voz crítica que carezca de cierta autonomía.

A lo largo del año que acaba otras voces, sin arredrarse, también han enriquecido el debate democrático al manifestar criterios distintos a los del Gobierno. En España, un caso reciente ha sido el de la Comisión Nacional del Sector Eléctrico y de su presidente, Miguel Ángel Fernández Ordóñez, con ocasión de la polémica sobre los (mal) llamados "costes de transición a la competencia". En el terreno judicial cabe imaginar cómo hubiera acabado el duelo Garzón-Fungairiño sobre la extradición de Pinochet si el primero no hubiera sido inamovible. Fuera de España, la independencia del fiscal especial Starr ha hecho improbable que el Congreso renueve esa figura cuando expire pronto la ley que la creó. En el terreno monetario, el Banco Central Europeo y su presidente, Wim Duisenberg, han esquivado con relativa elegancia las madrugadoras presiones del nuevo ministro alemán de finanzas, señor Lafontaine, sobre el curso de la política monetaria.

Cuenta Henry Kamen cómo CarlosV, tras encarecerle a su hijo Felipe que evitara a los aduladores y atendiera las buenas recomendaciones de sus consejeros, le recomendó: "Guardaos de ser furyoso, y con la furya no ejecutéis nada. Guarda mucho la libertad entre todos para que sus botos sean libres". Pero la experiencia muestra que ese prudente consejo es rara vez atendido. A veces la víctima de la cólera regia no se achantará, y aceptará inmolarse por mor de sus convicciones. Pero a nadie puede exigirse el coraje de Tomás Beckett o de Tomás Moro. Las democracias curtidas lo saben, y protegen por eso con cierta autonomía aquellas instituciones cuyas funciones pueden ocasionar sinsabores al Gobierno. Esa autonomía, lejos de minar la vida democrática, la enriquece. Ojalá sea una lección que aprendamos todos para siempre.

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