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El extraordinario caso de Juan Fonseca

Juan Cruz

Este Juan Fonseca que tengo delante pesa 79 kilos y hace un año pesaba 90 kilos más. Ahora es un hombre que ha recuperado la edad y la vida. Tiene los ojos claros, vivarachos, inquisitivos, tiernos. Son la expresión de la bondad y de la esperanza, como si esos ojos hubieran resucitado ante el paisaje de un mundo que antes no había visto, y no es el protagonista de ningún cuento de Navidad. "No me hubieras reconocido si me hubieras visto el año pasado".Antes Juan Fonseca buscaba la comida desaforadamente, ahora busca tranquilamente la amistad y la vida. Es un caso extraordinario, emocionante, de recuperación del amor por la existencia, y es también un símbolo, un ejemplo, de lo que sucede cuando se abandona el ruido de la apariencia feliz para rescatar el sentimiento perdido de la íntima felicidad. Contra la acumulación, la ligereza, contra la ambición del placer pesado, la búsqueda reposada de la vida. Como si de nuevo tuviera tacto, vista, gusto y olfato, se sienta ahora ante la gente y son los demás los que observan que él ha ganado una batalla. Él no dice nada. Sin envanecerse, sin otra ambición que la de estar con otros, hablando, oyendo hablar, Juan Fonseca escucha y sonríe, disponible. Su vida es hablar, hablar con otros. Ser feliz. Un tipo fabuloso. Un hombre común. Un caso extraordinario.

Cuando le conocí, hace unos días, camino de Orense, Juan Fonseca conducía ágilmente un coche lleno de periódicos; por el teléfono móvil se comunicaba con el Liceo orensano, de cuya biblioteca es responsable, y al llegar a su destino, en medio de la hermosa plaza de su ciudad distante, hablaba con todo el mundo, todo el mundo le quería, todos tenían algo que decirle, él le tenía cosas que decir a todo el mundo, y Juan Fonseca quiere a todo el mundo. "Juanito tiene muchas amistades". Ahora como antes, pero mucho mejor que antes: antes comía para hablar con la gente. Ahora se encuentra con la gente para hablar. "Mi vida es hablar". Juan tiene 42 años, y ahora los parece; en la fotografía que me muestra está ante una lubina troceada, en un restaurante de Finisterre; antes había comido una buena ración de percebes, y ya no se aprecian en la fotografía otras viandas, aparte de un pan casi acabado que se parece también al cerco del tiempo que dejan en las mesas de manteles blancos las memorias de las buenas comidas.

En ese momento en que está tomada la fotografía Juan Fonseca pesaba 169 kilos y asistía a una de las comidas a las que era conducido prácticamente a diario por una cualquiera de las diversas sociedades gastronómicas o de degustación de placeres distintos a las que estaba adscrito como directivo o como gourmet. Le decían los amigos: "Da gusto vete comer".

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Antes de enseñármela me había hablado de la fotografía. Francamente, deseé que no me la enseñara, que se situara esa imagen antigua de la presencia de Juan Fonseca sólo en mi propia manera de recordar a otros gordos de mi vida. Pero él la sacó al fin de la guantera del coche y me la puso delante. "Así era yo". Antes de verla pude imaginarla según sus propias palabras: llegó a estar tan grueso que no cabía en los asientos de los aviones, se desplazaba pesadamente por la casa, y a veces estaba tan aturdido por la apariencia y por la espesura de su peso que consideraba un suplicio el rutinario ajetreo de acudir al cuarto de baño. Aunque el Liceo estaba al lado de su casa, acudía diariamente a sus tertulias y a su biblioteca a bordo de un taxi. Tuvo que dejar su puesto de secretario de ayuntamiento y bajó tanto su autoestima que pensó que acaso la pendiente que le conduciría al final era un mal menor, la consecuencia de una depresión endógena e implacable que ya no sólo era una enfermedad sino un estado de la vida. Para qué defenderse, se decía. Estaba acabado, pero daba gusto verle comer.

No quería ver la foto, pues, pero Juan Fonseca la puso sobre la mesa: yo quería quedarme sólo con esta imagen presente de amor por la vida, esta evidencia entusiasmada, aniñada y lúcida con la que se enfrentaba a la existencia y al futuro este hombre de 42 años que ahora conduce ágilmente un coche en medio de la tiniebla invernal de las Rías Baixas.

Cuesta imaginarle, de todos modos, de otra forma, y él no pone ningún énfasis en el retrato del pasado, pero sí es consciente de lo que pasó: su actitud postrada era la del que ya decidió decir adiós a todo esto. Pero un día vio que su dolor podía ser también el dolor ajeno, y eso le hizo dar marcha atrás, buscar la luz, una nueva esperanza, parar el tiempo, recuperar la ambición de leer libros, escuchar la radio, estar vivo en el tiempo, ser posible en la vida. Fue en un hospital, rodeado de la infelicidad propia de la vida en estos sitios, donde de pronto Juan Fonseca se dio la vuelta y alcanzó a verse en el espejo final, inigualable y tortuoso, del dolor ajeno, el que padecían los otros, el que él mismo podía llevar a los demás. Entonces puso el freno. Un médico joven, especialista orensano en temas del aparato digestivo, le hizo postrarse; recibió entonces el apoyo de amigos, incluso de los que le dijeron alguna vez qué gusto daba verle comer, y resistió el embate frío de la indecisión: se trataba de despojarse, y no sólo de peso, sino de la gota malaya que alguna vez cae para siempre sobre la cabeza y nos lleva a querer llenar de aire la vida propia. Quería despojarse, ser esencial y feliz, como un poema escrito en una playa verde.

En este retrato del pasado él es un hombre lógicamente orondo, envejecido por el peso, y aunque se le ve feliz se sabe también que esa felicidad postiza era la que podía llevarle al fin de la vida. Ahora es capaz de decirlo con palabras: se dio cuenta de que la salud es un valor propio, nadie lo regala. Y mientras estuvo en el hospital recibiendo el tratamiento que ahora le ha hecho nacer de nuevo, lleno de placer y bondadoso, tomó una determinación suplementaria: iba a cambiar de vida, pero no iba a cambiar de ambiciones: su vida era hablar, estar con amigos, pero iba a cambiar el placer de la comida por el placer de la compañía; ni Internet ni leches, dice ahora, "mi vida es hablar, ése es el placer".

No ha dejado ninguna de sus actividades, y es un hombre activo en todas ellas -aparte de bibliotecario del Liceo, es presidente de la Filarmónica y trabaja para otras instituciones, y además es músico: los Fonseca son muchos y todos tocan algo-, pero ha perdido en peso lo que ha ganado en voluntad; despojado de la ambición de ser feliz con todo, ahora es feliz con todos, y sobre todo consigo mismo.

Me dio la impresión, oyéndole, viéndole, que no se trataba sólo de un hombre que había bajado drásticamente de peso, y por algún impulso que tiene que ver también con el amor por la vida le quise abrazar para siempre y entonces le dejé en las manos un montón de libros que a lo mejor ya leyó.

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