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Figuraciones de NavidadVALENTÍ PUIG

Andan a la caza de nuevas figuraciones del caganer no pocos coleccionistas, ávidos de acumular distintas versiones de un sujeto catalán con barretina que defeca al aire libre, a cierta distancia del pesebre de Belén. Hay algo de grosero en el caganer y, al mismo tiempo, de irrupción de la realidad terrenal en lo sublime de un acontecimiento que todos los años muchos celebramos rindiendo un tributo más o menos sabido a la memoria y a lo sagrado. Por contraste con la larga marcha de los Reyes de Oriente, el caganer está plenamente arraigado, incluso absorto en un entorno de vida profana que le permite ir a lo suyo de forma estricta y ufana, en la máxima expresión del seny sin depuración alguna. Robert Hughes señala que no ha visto igual en toda la iconografía cristiana: describe al caganer en cuclillas, con los pantalones bajados y un pequeño cono marrón de excrementos que une sus nalgas con el suelo. Se trata -dice- del fecundador inmemorial que atiende a la llamada de la naturaleza incluso ante la llegada del Mesías. Ausente en la pintura medieval, su presencia abunda en el arte popular. Hay que ir a la obra del rector de Vallfogona para aprender que nadie tiene derecho a decir nada malo sobre la mierda. Además, téngase en cuenta la tradición del caga, tió. Por supuesto, el gran clásico de la Navidad es Charles Dickens. Josep Carner tradujo Una cançó de Nadal en 1918. Representa para millones de lectores el viejo sentimiento de una universalidad afectiva que nos llega, casi intacta, desde la infancia. Carner amaba la Navidad benigna y ancestral. Esos poemas de Navidad son un buen recordatorio por contraste con la hoguera de las vanidades. Carner escribió para los piratas del mar una balada navideña con una isla blanca donde por único hogar sólo hay un "trist cobert forat, sense tanca". En los versos de Carner, "l"aire és ple d"ales i d"ales; sota el cobert hi ha la Dama i l"Espòs / i un infantó que hi és nat sense plors; / juga amb ocells i amanyaga les flors; l"aire és ple d"ales i d"ales". El caganer es más bien poco noucentista. Desde luego, hay muchas maneras de celebrar lo terrenal de las Navidades. Dickens -según Chesterton-, al luchar por la Navidad, se estaba batiendo en favor de la antigua alegría europea, por la festividad cristiana y pagana a la vez, por esta trinidad compuesta de comer, beber y rezar frente a la que tan irreverentes se muestran los modernos. "Ai, nit que vas passant silenciosa; / ai, núvols blancs que pels estels passeu; / ai, llum, que no ets enlloc misteriosa; / ai, portal de Betlem, que ets tot arreu!", escribió el poeta Joan Maragall. Frente a los versos del patricio nietzscheano, el proletario enfebrecido que fue Joan Salvat-Papasseit también canta el sentimentalismo de su Navidad austeramente doméstica. Santa Claus todavía no había aparecido con su campana y su saco repleto de generosidades. Procede de los condados de Santa Claus, en lo más profundo de Finlandia, no lejos del círculo polar. La Laponia finlandesa es conocida como Tierra de Santa Claus. Sus habitantes son de talla pequeña y llevan trajes con galones rojos y dorados. En algún momento vamos a dejar de lado las exasperaciones del día a día y un leve toque de felicidad conectará nuestra vida con la arborescencia de las iluminaciones navideñas y todo el conjunto de figuraciones -tradicionales y modernas- que culminan en esa estrella de leyenda que anda de paso hacia Belén. En las secuencias de El apartamento, Billy Wilder dio la justa medida de un desamparo que busca a tientas y a ciegas alguna forma de adhesión afectiva. A pesar de todo, siempre hay algo en el corazón humano que logra superar de algún modo todos los posibles estragos de la mercadotecnia. Como epílogo a una versión posmoderna de Els pastorets de Folch i Torres, la globalización y la CNN nos permiten ver a Hillary Clinton dándole a las luces del gran árbol de Navidad en la Casa Blanca. Paseando sobre la escarcha en el día de Navidad de 1939, Ernst Jünger recuerda Navidades anteriores y luego anota que una sola cosa hay que jamás nos abandona: el temple vital, como una melodía que siempre retorna y cuyos compases siguen sonando mientras se hunde la nave. Fue afortunada la confluencia de dos tradiciones individualizantes, porque al hacernos judeocristianos helenizados nos permite amalgamar fiesta y rito, fe y símbolo. Lo decían los versos de Guerau de Liost: "Oh meravella! / Penja una estrella de l"embigat. / Les profecies són aquests dies. / Jesús és nat. / La neu afina / xòrrecs avall. / Canten el gall / i la gallina. / Els àngels broden / el cel d"estrelles. / Els pastors roden / amb vestits nous / perdent els bous i les esquelles". Otra cosa es que siempre nos regalen corbatas que no nos gustan o que los padres políticos se empeñen en regalar cornetas y tambores a nuestros hijos en edad vandálica. Todo puede ser casi lo mismo incluso si sustituimos el pavo por una pizza recalentada en el horno microondas. Familias enteras pasan su Nochebuena apretujados en el tresillo, frente a la pantalla de la televisión. Con cava tibio, brindaremos frente a la lumbre digital de la pantalla parabólica. Es así tal vez porque -como decía Julio Camba- la Nochebuena no ha sido nunca bien comprendida por los españoles porque somos demasiado individualistas y nada conservadores, porque somos hombres de calle y no de casa. Las Navidades nos echan a la calle. A falta del espíritu público y familiar de los ingleses, toda aquella ternura, todo aquel sentimiento, todo ese pudding, los manjares tan calientes y tan dulces, le parecían a Camba de un egoísmo espantoso. Habrá que ver cómo celebran las Navidades las nuevas generaciones de hooligans. Cualquier día quizá descubran una profunda sintonía con la indiferencia fecunda del caganer.

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