_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Los nuevos reclusos

Los Estados nacionales llevan camino de saltar hechos añicos. Pero esta feliz constatación no afecta sólo al ámbito europeo, donde hasta la última folclórica va a verse en la obligación de considerar a un tipo de Helsinki como su primo hermano, sino al conjunto de la gran pelota planetaria. El juicio de extradición contra Augusto Pinochet Ugarte (salva sea la parte) es una nueva demostración de lo chicas que están quedando todas las fronteras. El efecto ya ha sido destacado por muchos comentaristas: a partir de ahora, asesinar por razones de Estado no va a quedar impune, ya que a los seres humanos del milenio que viene el Estado (y sus razones) les van a importar más bien poco. Hasta ahora, los dictadores transitaban por el planeta envueltos en una burbuja, similar a la valija diplomática, que los hacía prácticamente inaccesibles a cualquier forma de justicia. Esa especie de invisible papamóvil ya ha desaparecido de la conciencia internacional. Y está bien que así sea. Los tiranos tendrán que cuidarse mucho antes de acudir a un lujoso hotel en la Costa Azul para descansar de tanta inquina. Se lo pensarán más de dos veces antes de contratar un ciclo de conferencias en Estocolmo o en Florencia: la policía podría echarles el guante. Ahora cualquier juez, cualquier agente urbano que así, a capricho, recuerde de improviso su larga hilera de asesinatos, les puede dar el alto y conducirlos amablemente a alguna lujosa mansión del extrarradio, donde esperar sentencia. Uno de los conceptos más insidiosos que había elaborado el Derecho Internacional era el de la "no injerencia en los asuntos internos de otro Estado". Se trataba de una especie de exención corporativa, una rancia tradición que materializaba un lúgubre principio: que los Estados, en el fondo, siempre han considerado a sus ciudadanos como unos súbditos cuya única garantía judicial y política sería aquélla que el propio Estado, en función de sus leyes, les quisiera conceder. A partir de ahí, todo era una cuestión de suerte: no era lo mismo nacer en el democrático Luxemburgo que en la República Centroafricana de Bokassa, ya que no había ni aquí ni allá embajador dispuesto a meter la mano en favor o en contra de individuos con pasaporte ajeno. Esos presuntos estadistas que transforman sus países en una lúgubre prisión van a acabar prisioneros de sus propias fronteras. Salir de ellas puede ser para ellos muy peligroso. No es mala metáfora. Si hasta ahora el exilio era una pena menor, una pena a menudo autoimpuesta, para escapar de las garras de cualquier indeseable provisto de bastón de mando, la hogareña condición que va a adquirir todo el planeta quizás suavice la suerte del exiliado y haga del dictador, por contra, un auténtico recluso, un recluso confinado en su propio país, en su jaula de oro presidencial. Los que hagan de su tierra un cementerio estarán dibujando al mismo tiempo los barrotes de su celda, ya que más allá pueden encontrarse con Lores ingleses, valerosos Garzones, incluso multilingües tribunales internacionales. La condición de dictador va a generar la de un nuevo recluso, circunscrito a las pequeñas fronteras de su tierra, donde aún sea invulnerable. Sin duda los abogados defensores de Pinochet, en Londres, dilatarán los trámites procesales, interpondrán recursos, agrandarán el papeleo hasta hacerlo insoportable. De hecho ya han recusado a uno de los Lores que fundamentaron el levantamiento de la inmunidad. Pero es muy posible que, al final, el octogenario dictador consiga la única absolución que aún le resulta viable: la del fallecimiento por causa natural, antes de que el último recurso de la defensa, allá por el año 2010, se haya resuelto. También la muerte puede ser una extraña forma de indulgencia. Muchos podrán irse sin pena carcelaria, pero al menos lo que es seguro es que ya no se irán de rositas.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_