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Un voto para la eternidadROSA REGÀS

Incluso los que no somos aficionados al fútbol ni sentimos en el alma el tronar de los tambores azulgrana, ni nos desesperamos cuando pierde, ni siquiera nos enteramos del orden que lleva en la clasificación de la Liga ni de su situación en los innumerables campeonatos que se celebran todas las semanas y todos los meses, no podemos evitar darnos cuenta de ese rictus de desespero y desánimo que va creando surcos profundos y amargos en los rostros de los aficionados del Barça. Parece que tras perder en el Camp Nou por 0-1 ante el equipo de Gil y Gil, el tempestuoso alcalde de Marbella, precisamente el día en que se inauguraban los festejos del centenario, y la posterior derrota ante el Villarreal por 1-3, esa amargura ha llegado a su punto culminante. Dicen los que estuvieron en las ceremonias que ni la simbología de tantos niños creando el mar blaugrana del futuro, ni el esplendor del homenaje a las peñas o la globalización de la afición mediante mensajes procedentes del mundo entero, ni las hermosas coreografías de Marta Almirall, ni tampoco la emoción contenida o explícita que causó en las cien mil almas la voz de Joan Manuel Serrat entonando el himno del Barça, compensaron a la afición del brutal desengaño que les sirvió en bandeja el pálido y autoritario entrenador de su club y el tenaz presidente del mismo. Yo no tuve la suerte de asistir a los actos de la inauguración del centenario y desde Madrid es difícil enterarse del trasfondo de lo que ocurrió o evaluar los fastos de la ceremonia y la posterior decepción y protesta del público, porque las televisiones no transmitieron el espectáculo, supongo que por razones económicas, y para la prensa nacional pocas son las noticias y celebraciones de centenarios deportivos, pocos los artículos sobre acontecimientos locales que merezcan el interés de la redacción, no siendo del País Vasco, así que hablo por boca de amigos que me han contado el desastre por teléfono. Pero no es de estos desastres de lo que quería hablar, sino de la reacción de los socios del Barça. Sorprende ver que ante los desatinos y represalias del entrenador, y ante los malos resultados de un equipo que, aun habiendo ganado la Liga el pasado año, ni convenció entonces ni convence hoy, los socios siguen empecinados en votar una vez y otra a la persona que les provoca tantos dolores de estómago y tantos altercados en su sistema emocional, y que los mantiene semana tras semana con el corazón en la boca y la vida colgando de un hilo. El socio del Barça siente vértigo ante el abismo de contradicción que supone la fabulosa riqueza y los archimillonarios dispendios de su club, que según el sentir general es más que un club, y los exiguos resultados que sus jugadores están obteniendo en los últimos tiempos. Unos resultados al parecer de tal mediocridad que los socios muchas veces salen del campo con la cabeza gacha, el sonrojo en la cara y la vergüenza en el alma. Con estos resultados tienen que conformarse los culés y hasta las autoridades e instituciones de la patria. Porque ya se sabe que el Barça es más que un club y, como todo lo nuestro, es más club que los demás clubes del orbe. Pues bien, a pesar de todo esto, los socios siguen votando lo mismo desde hace décadas. Los socios y sobre todo, según se rumorea, las regaladas peñas. No es que me resulte grato ver que el pueblo soberano sigue votando a la misma persona por los siglos de los siglos, pero lograría entenderlo si la afición estuviera contenta con la gestión deportiva de su club. Sin embargo, es evidente que no lo está. Es curioso comprobar que el uso de uno de nuestros derechos democráticos fundamentales, el voto, parece que en nuestras latitudes lleva implícito el germen de la recurrencia, como si los votantes creyeran que sólo pueden votar una vez y que su voto es tan contundente y definitivo que se han jugado con ello la vida y el voto ya sirve para toda la eternidad, porque a nuestro alrededor no vemos más que reincidencias en el voto, años de reincidencia, por desastroso que haya sido el mandato. El alcalde de Marbella es un ejemplo y el de Madrid otro, y hay más muchos más que no voy a citar aquí pero que todo el mundo conoce. Da igual que su gestión no haya convencido, que la ciudad esté sucia, sea un caos o un nido de mafias, poco importa que se pierdan partidos como el que inauguró el centenario, es irrelevante que, aun perdiendo, los equipos jueguen partidos de un fútbol más que cutre, en su propia opinión, o que no se invite a Cruyff a compartir la celebración como a todos los demás que están vivos y han hecho la historia del club -una pequeña venganza personal del presidente del Barça, tengo entendido-, el público sigue votando al mismo candidato. Se diría que en nuestra sociedad cada vez priva más el inmovilismo. Como si nadie quisiera jugarse el tipo con un posible cambio, con una renovación, como si ya se hubiera perdido toda esperanza. Más aún, como si no importara esta esperanza y fuera difícil encontrar los suficientes ciudadanos capaces de apostar por un cambio que por lo menos dejaría correr un poco de aire fresco. Sabido es, porque la historia nos lo enseña, que quien permanece años y años en el poder se repite, no acepta críticas, tiene cada vez mejor opinión de sí mismo y peor de los demás, y establece en su entorno una red espesa e infranqueable que indefectiblemente lo separa de aquellos a los que pretende representar. Sabido es también que mantenerse durante tanto tiempo, aunque sea democráticamente, en el poder es cerrar el paso a las nuevas generaciones. Pues bien, todo esto no parece hacer mella en el electorado, a la vista está, porque una situación así no sería posible sin sus insistentes votos, sean los de un club, de una ciudad o de una nación. Y es que, como vivimos en la zona más rica del mundo, debemos de habernos vuelto profundamente conservadores, que éste es el efecto que causan los bienes muebles e inmuebles en el corazón de los ciudadanos, y hemos perdido la curiosidad, estamos envueltos en el temor y preferimos lo conocido por malo que sea a lo desconocido. Esto es así hasta extremos tan lacerantes que uno se pregunta si será posible alguna vez cambiar el horizonte de nuestras esperanzas. Nos agarramos a nuestro eterno candidato con la misma fuerza con que nos agarramos a nuestra propiedad. Es como si pensáramos que inmovilizando el club por mal que vaya, inmovilizamos también el reloj del tiempo y, aun con los desastres a cuestas, seguimos vivos, conservamos el capital y alejamos el espectro de la muerte.

Rosa Regàs es escritora.

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