Zambombas
Hace un siglo, cuando yo vivía en Jerez, eran muy frecuentes las zambombas, no el instrumento musical sino los festejos populares así llamados donde se cantaban y bailaban villancicos. Con los años, esas humildes y suntuosas reuniones, comúnmente referidas a las casas gitanas de los barrios de Santiago y San Miguel, fueron languideciendo hasta desaparecer casi sin dejar rastro. Tal vez las decepciones ambientales, los atascos de la libertad, afectaron también al clima doméstico propio de las zambombas. El caso fue que se produjo como un receso que se parecía mucho a la desgana. Pero resulta que han vuelto a celebrarse con palmario dinamismo esos jolgorios familiares navideños. Los de mi adolescencia eran muy simples y, a la vez, de muy notoria importancia en la forja excepcional del cante flamenco jerezano. Se celebraban por lo común, desde principios de diciembre, en algún patio de vecinos, y a veces duraban lo que dura la noche. Qué menos. Las contribuciones de los asistentes eran voluntarias y siempre en especie. Se bebía mosto de manera incalculable y se comían arenques salados y papas cocidas. Una noche alguien aportó un lebrillo de lo que en Jerez llaman "arranque", que es una especie de gazpacho caliente, y aquello fue como el remedo de un festín en época de privaciones. Yo solía acudir a las zambombas con una emocionante sensación de intruso. Nunca he olvidado a esas gentes soberbias y menesterosas que hacían de anfitriones y aún puedo evocar con notable precisión unos villancicos generalmente cantados y bailados por bulerías. Ya se sabe que los gitanos de Jerez han hecho siempre de las bulerías un ritual absolutamente modélico. El compás, obtenido de muchos improvisados modos, suponía un acompañamiento musical cuya sola e inimitable cadencia magnificaba aquellos escenarios pobres. La vida estaba entonces llena de restricciones, eléctricas y de las otras. Pero era como si en aquella inmediata posguerra, las asfixias acumuladas necesitasen el contrapeso efímero del regocijo. Y a veces se conseguía ese contrapeso, aunque fuera por medio de infracciones inocuas. Las letras de los villancicos provenían mayormente del venero tradicional, pero había otras oriundas de distintos cancioneros populares de acusado tono profano, con lo que se ensanchaban mucho las posibilidades festeras. Era como un desacato ocasionalmente atractivo, que a lo mejor influyó en la decadencia de las zambombas gracias a la gestión de algún espía del nacionalcatolicismo. No sé. En aquellos tiempos no había abyecciones improbables. Yo, que soy de los que asocian las Navidades a la melancolía y a la felicidad a plazo fijo y a los pretextos de la sociedad del malestar, sigo pensando con gusto en esos villancicos gitanos de Jerez, tan oportunamente recuperados ahora, incluso a través de unas grabaciones de muy encomiable patrocinio. En cualquier caso, no parece disparatado suponer que el hecho de oír un villancico puede conectar de algún modo con la inocencia perdida. Lo que tampoco viene mal.
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