Duelo mortal en el partido de Le Pen
La destitución de Bruno Mégret como'número dos' amenaza con romper el Frente Nacional y trastoca el mapa de la derecha francesa
La ultraderecha más potente y peligrosa de Europa, el partido al que apoyan hasta cuatro millones y medio de votantes, ha explotado inesperadamente, víctima de sus convulsiones internas, justo cuando había logrado romper el cordón sanitario establecido alrededor y empezado a contaminar a la derecha democrática. La "irresistible ascensión" del Frente Nacional (FN) se ha quebrado por el simple apetito de poder, por el duelo desatado entre dos hombres, tan distintos, que comparten los mismos odios xenófobos, idéntica obsesión por el orden, el mismo desprecio por la democracia, la misma ambición fascista del liderazgo sobre el partido y el pueblo. El duelo entre el líder carismático y padre fundador, el presidente del FN, Jean-Marie Le Pen, de 70 años, y el sinuoso y astuto tecnócrata, el ahora destituido delegado general, Bruno Mégret, de 49 años, podrá parecer muy shakespeariano, pero se está desarrollando en clave de sainete.Ver a Le Pen -el mismo que sostiene que las cámaras de gas son "un detalle de la historia", el que llamaba "monos" a los jugadores negros de la selección francesa de fútbol antes de que ésta conquistara el Mundial- acusando a Mégret de racista resulta tan grotesco como oír a este último invocar a la democracia, aunque sea a la democracia interna. "El partido es mío", proclama estos días el presidente del FN con el rostro crispado por la rabia, mientras su antiguo lugarteniente exhibe las listas de militantes fieles que estatutariamente le permiten convocar un congreso extraordinario al que, evidentemente, Le Pen no tiene ninguna intención de acudir.
En el caso del jefe natural de la ultraderecha, la reivindicación de la propiedad del partido hay que tomarla en su sentido más literal. Suya es, a su único nombre está, el paquebote, la elegante sede de Saint Cloude, la casa de Montretout, los dineros de las donaciones y de los negocios, esas cuentas suizas que parecen haber descubierto repentinamente los partidarios de Mégret.
Para que no falte nada ahora que se roban los archivos, el dinero y las sedes, que se disputan a los miles de rapados organizados militarmente que constituyen el "servicio de orden" del partido, Jean-Marie Le Pen ha repudiado en público a una de sus hijas, Marie-Caroline, porque se ha alineado en el campo enemigo. "Mi hija está ligada a un jefe de la sedición. Es un poco la ley natural que lleva a las hijas a sus maridos o amantes más que a sus padres", ha dicho por la televisión el fanfarrón idólatra de Le Pen.
Espectáculo
No puede negarse que Francia se regocija estos días ante el espectáculo de los racistas violentos despedazándose en público. Lo que no consiguieron todas la sucesivas tácticas empleadas por el sistema, desde la denominada "diabolización" del FN, hasta el aislamiento, pasando por la trivialización y el intento de captar a sus bases, ha llegado ahora de la mano de las pasiones humanas en una formación que por su propia naturaleza sólo puede conocer un único jefe. El país vecino vive pues días de gloria porque hay que dar por bueno el aserto de que "Francia va bien cuando el Frente Nacional va mal, y viceversa".Frente al carisma y la oratoria de Le Pen, que teóricamente le colocan en una posición ventajosa frente al electorado, el muy eficaz Bruno Mégret, un tipo formado en las elitistas escuelas de la Administración, que pasó por la Unión por la República (RPR, el partido del presidente de la República, Jacques Chirac), ha ido tejiendo su propia tela de araña en el aparato del partido minando soterradamente la posición del antiguo líder indiscutible. La orden general de que el retrato de Le Pen debe presidir todas y cada una de las oficinas del partido, las maniobras para cerrarle el paso al pretendido sucesor, no han podido con la labor de termita de Bruno Mégret. Sin duda, el gran error de Jean-Marie Le Pen ha sido el de minusvalorar a este hombre que durante años se ha tragado sin pestañear las humillantes alusiones a su pequeña estatura y falta de carisma, a su aire de pied noir con que el rubicundo presidente del FN acostumbra a zaherirle.
Mégret, que tiene 49 años, 21 menos que su teórico jefe, ha sabido seducir y convencer a la mayor parte de los cargos electos y los cuadros del Frente Nacional con su teoría, aparentemente correcta, de que la extrema derecha francesa necesita romper su aislamiento y aliarse con otras formaciones de la derecha democrática para imponer su discurso y alcanzar el poder. El diseñador de la exitosa estrategia de pactos con los barones regionales de la derecha que hizo estallar a la Unión por la Democracia Francesa (UDF), el segundo partido hasta entonces de la oposición democrática, en las pasadas elecciones regionales se ha ganado el respeto de buena parte del sector del FN que tiene prisa por llegar al poder. Ese grupo numeroso no le ríe ya las gracias, tan siniestras a veces, a Jean-Marie Le Pen, prefiere el estilo más discreto, menos procaz, más sibilino y eficaz de Bruno Mégret.
Las últimas encuestas muestran que si Le Pen es el personaje peor considerado -hoy le rechaza el 81% de los franceses frente al 74% de hace dos años- es porque ese rechazo lo comparte ahora un sector del electorado del propio FN. La cota de popularidad de Bruno Mégret es, a su vez, superior a la de Le Pen, 16% frente a 13%, porque su figura empieza a ser considerada entre el electorado de la derecha democrática. Es eso lo que le convierte en un elemento más inquietante y peligroso. Como su antiguo jefe, Mégret cree firmemente en la desigualdad de las razas, pero es él el que ha conseguido que una parte de la derecha teóricamente democrática haya adoptado la tesis de la "preferencia nacional". También él dispone de su particular "fuerza de choque", esos grupos de matones rapados, los gudars, que han vuelto a reaparecer en las universidades para amedrentar y romper algunas cabezas.
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