Fútbol y violencia
El asesinato de Aitor Zabaleta no es distinto de las otras once muertes en manos de bandas de ultras futbolísticos que se han dado en diversos lugares de la geografía española. Paralelamente a la pérdida de legitimidad de la violencia política se ha producido una atomización y privatización de la violencia. Durante este siglo se ha matado a gran escala con la coartada de un gran objetivo, de un gran ideal. Poco a poco se ha visto que el ideal no se alcanzaba nunca y, en cambio, el terror crecía en eficiencia y crueldad. De ahí la quiebra de legitimidad de la violencia. Cuenta la profesora Della Porta que varios de los policías a los que entrevistó para una de sus investigaciones sobre el terrorismo contraponían el idealismo de los militantes de las Brigadas Rojas a la violencia ciega de las bandas de hinchas futbolísticos. Los brigadistas representan el final de una época, en que la violencia todavía buscaba la justificación del objetivo. Ahora, en la sociedades avanzadas, la violencia transita por dos caminos: el absurdo -la violencia que no busca argumento- o el dinero -la violencia mafiosa-. Hay que confiar en que, a la larga, ello suponga una debilitación irreversible de la violencia. Pero de momento está ahí: el joven Aitor Zabaleta ha sido asesinado en una macabra apoteosis del sinsentido.Se ha dicho siempre que la violencia no se queda en los hechos. Que tan importante como el acto violento es la manera en que se vive, se explica, se interpreta. ¿Podemos realmente haber llegado a una violencia sin porqué? ¿Hay un atisbo de concepción del mundo acompañando esta agresión perpetrada de modo compulsivo, en un paisaje de normalidad urbana, por unos ciudadanos en estado de excitación fanática que para ellos es casi una segunda naturaleza? Alguna vez he visto de cerca grupos de ultras futbolísticos. La violencia es su forma de relación. Cuando no hay enemigo a la vista se pelean entre ellos. La violencia ya no está al servicio de ningún fin, es fin en sí misma. En ella se cumple todo su horizonte existencial. Al fin y al cabo es la violencia la que les ha dado notoriedad.
Los sociólogos han defendido el fútbol como ritual de canalización de la violencia social. Desde que la televisión descubrió que en la grada hay un espectáculo más violento que en el césped los hooligans han ido aumentando sus hazañas. El vomitorio de frustraciones individuales que debía ser el estadio se ha convertido en catalizador de una violencia que empieza ya a salir a la calle. Puede que el balance sea aún favorable al fútbol. Que la violencia que se ha podido evitar con la catarsis de fin de semana sea mayor que la que se ha producido como efecto colateral. Pero del fútbol emana una cultura del amigo y del enemigo de alto potencial incendiario.
Ante la muerte de Aitor Zabaleta más que un minuto de silencio habría que pedir un minuto de decencia: que tengan el pudor de no sumarse al duelo los dirigentes del fútbol que, con su apoyo a estas bandas de matones, son responsables por complicidad de tantas agresiones y que se miren al espejo aquellos medios de comunicación que van a muerte con una selección o con un equipo. ¿Dónde se ha metido la ultraderecha? Cada vez que Aznar habla de giro al centro se repite esta pregunta. Gónzalez tuvo un sarao importante cuando renunció al marxismo. Y, sin embargo, Aznar ha ido lanzando lastre ideológico sin que nadie rechistara. ¿Cuánto tiempo aguantará la derecha pura y dura el baile de disfraces de Aznar? No sé si un día el presidente tendrá rebelión a bordo. Lo que si sé es que los fascistas de este país han encontrado cobijo en el mundo del fútbol, convertido en una especie de zona nacional en la que campan a su antojo personajes, irresponsablemente hinchados por la prensa especializada, instalados en los peores populismos. Basta repasar mentalmente la lista de los presidentes de los clubes de primera y segunda división para disipar dudas. Las excepciones, que las hay, son contadas. Si el ejemplo de Jesús Gil cunde entre sus colegas, del sentido común de la ciudadanía dependerá que la metástasis fascista no contamine la escena política nacional.
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