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Sarajevo, entre la esperanza y la desolación

En junio de 1998 pasé unos días en Sarajevo con mi amiga Florence Malraux. Hacía casi tres años que no había vuelto a la ciudad: desde agosto de 1995, unas semanas antes del bombardeo aéreo de las posiciones serbias que dio fin al asedio. Muchas cosas han cambiado durante este lapso: el viaje en un vuelo regular desde Liubiana; la llegada a un aeropuerto pequeño y destartalado, pero con funcionarios civiles y policías bosnios, que nada tiene que ver con el siniestro barracón acolchado con sacos terreros al que se arrimaban prudentemente los aviones militares para descargar su suministro de víveres y escasos pasajeros obligatoriamente provistos de chalecos antibala.Tampoco tuve que agazaparme en uno de los blindados de UNPROFOR que transportaban a los visitantes de aquel singular punto de aterrizaje al antiguo edificio de Correos, convertido en bastión fronterizo, ni atisbar desde una mirilla la tierra de nadie, el paisaje de la desolación. Nos aguardaba un automóvil con unos amigos y pude recorrer tranquilamente el martirizado barrio de Dobrinya y la Voivode Putnika, la llamada avenida de los Francotiradores, con su tránsito de vehículos y peatones y los tranvías rojiblancos llenos de público, no sé si los mismos que había divisado inmóviles, enmohecidos y acribillados de metralla, junto a coches y autobuses calcinados, en las aceras desesperadamente vacías cubiertas de hierba, arbustos y escombros. Aunque las calles estén limpias y el Holiday Inn haya remozado sus fachadas con una capa de pintura de color amarillo rabioso, subsisten con todos los edificios chamuscados y plagados de agujeros, la inquietante mole de los vecinos rascacielos gemelos "con sus órbitas oculares vacías y miradas tuertas" (Cuaderno de Sarajevo). Llegados al flamante hotel Bosna, en las inmediaciones de la vía peatonal de Vase Meskina, todo es nuevo y reconfortante. Las terrazas de los cafés rebosan de clientes de la mañana a la noche; tiendas de ropa, zapatería y deportes surgen como hongos; jóvenes de los dos sexos pasean, charlan, consumen cerveza o refrescos con un apetito de vida azuzado por tres años y poco de encierro. La Bashcharshía, el bellísimo barrio otomano, ha sido restaurado con gracia y asombrosa rapidez. Los tejados rojizos de cuatro aguas abrigan como antes del asedio incontables bazares, figones, cafés, tiendas de recuerdos (¡entre los que figuran, con un humor negro típicamente sarajevita, cartuchos de bala y de mortero!). Los caravanserrallos, milagrosamente indemnes, acogen a solitarios y parejas que leen o platican en su patio central abierto a las arcadas y celdas en donde se afanan los artesanos.La gran mezquita de Gazi Husnev Bey luce su alminar esbelto, sin los impactos de las morteradas con las que los extremistas serbios intentaron desmocharlo. La Biblioteca Nacional, incendiada en un acto de programada barbarie que en su día califiqué de memoricidio, se halla en la primera fase de su reconstrucción gracias a la ayuda de la Unesco y de la Unión Europea. Los amigos que conocí en condiciones penosas, más próximas a las de los múridos que a las de los seres humanos, viven ahora con normalidad, sin manifestar, con pudor y dignidad, los traumas de su experiencia. Me conmovió la posibilidad de tomar un café, como en cualquier ciudad europea, con el poeta Abdulá Sidran, la ex viceministra de la Información Senada Kreso y el ex responsable de prensa de la Armiya Aaaf Dzánic, de vuelta a la vida civil y a su vocación de cinéfilo forjada en la pasada década junto a Jean Luc Godard.

Pero estas luces esperanzadoras se entreveran con sombras. Basta con cruzar el río que apartaba a trechos a sitiadores de sitiados y adentrarse en el ex barrio serbio -evacuado por sus habitantes por orden de Karadzic meses después de los acuerdos de Dayton- para topar con ruinas, esqueletos de inmuebles, rimeros de chatarra, vehículos desguazados negros como el carbón. Allí quise revivir la experiencia de agosto de 1993 y enero de 1994: subí a los pisos altos del edificio utilizado por los francotiradores para disparar contra los vehículos y personas enmarcados en su orificio de mira. La nitidez con que se divisa el Holiday Inn y los descampados que atravesé más de una vez de carrera me sobrecogió. Aquel nido de alimañas estaba tan sólo a 200 metros de sus objetivos: hombres, mujeres y niños, sobre todo niños.

Más desoladora aún fue la visita a Dobrinya. El barrio revive como puede, hay tiendas, almacenes y mercados, pero las cicatrices del cerco, tanto físicas como morales, abruman al visitante con una tenaz sensación de injusticia y angustiosa precariedad. Cierto es que se puede examinar sin peligro la entrada del túnel subyacente a las pistas del aeropuerto, que fue por espacio de más de dos años el pulmón de la ciudad. Ciertísimo que circulan coches y autobuses, se reconstruye el tejado de algunas casas, se reparan las fachadas dañadas por la metralla. Mas la llegada del espacio vacío, sin policía ni aduana, que deslinda el barrio de los vecinos bloques de viviendas situados en la República Serbia impregna el ánimo de tristeza y pesimismo. Nadie cruza estos cien metros baldíos entre las dos comunidades enemigas. Mi sombría predicción, aventurada en el Cuaderno de Sarajevo, se ha cumplido con cruel exactitud: "El despedazamiento del país con criterios estrictamente étnicos es una realidad. Los tres pueblos que componían Bosnia han sido separados con violencia y los negociadores de Ginebra proponen una confederación de Estados con libertad de circulación de personas y bienes. Pero ¿a quién se le ocurrirá la idea de volver a un territorio gobernado por quienes incendiaron su vivienda y torturaron y ejecutaron a su familia?".

Extracto del prólogo al libro del periodista Miguel Ángel Villena Españoles en los Balcanes.

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