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Tribuna
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El saber

La fuente contemporánea más eminente para el desarrollo del pensamiento humano radica en el discurrir deportivo. Partidos de fútbol, masters de tenis, encuentros de voleibol y, sobre todo, esta semana, el Mundial de Rallies, proporcionan insuperables ocasiones de meditación. Sin la biela quebrada en el Toyota de Sainz nunca habríamos accedido con tan profunda facilidad a interrogarnos sobre el destino, la impotencia del ser humano, el azar y la justicia, la resignación o el sentido del deber.Pero hay, incluso, otros graves contenidos suscitados por el mismo percance. ¿Podría pensarse, por ejemplo, que el fin de la carrera hubiera sido el mismo si en vez de una competición motorizada se hubiera tratado de un desafío hípico? El Toyota ignoraba los metros que faltaban y nadie ni nada se lo podía imbuir. Parece mentira, pero al Toyota le daba lo mismo perder que ganar, correr o detenerse, lo que jamás le habría ocurrido a un caballo.

Muy a menudo nos encariñamos con las máquinas y las dotamos de alma, pero la máquina es sólo para sí. En la reciente exposición informática de Las Vegas se vendían unos bolígrafos que leen, traducen seis idiomas y pronuncian en inglés; basta con subrayar. No conocen, sin embargo, nada de lo que hacen, puesto que actúan como muertos. Otro ordenador es capaz de husmear y recitar correctamente los posibles componentes de un olor, pero le da también igual. Ni le turba el aroma de unas lilas ni le adormece el opio.

Crece hoy la tentación de sentir a las máquinas inteligentes como otros yo, lelos pero leales. Sin embargo, el comportamiento del Toyota deportivo ilustra a fuego sobre el valor de esa fe. Porque el deporte es hoy, a despecho de sus detractores, el libro primordial donde lucen, más allá de la religión y la filosofía, las claves de nuestro actual saber.

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