"En los oficios artesanos no salen las cuentas"
Ana Ruiz y Lorenzo González han 'olvidado' sus títulos universitarios para volcarse en la vieja encuadernación
Aparcar los títulos y vivir de las aficiones. Eso han hecho Ana Ruiz Ruiz y Lorenzo González Arévalo. Óptica y física, la primera; sociólogo y documentalista, el segundo, ejercen ambos de encuadernadores artesanos. Su pasión por los libros les ha llevado también a recuperar un oficio prácticamente perdido en el gremio: dorador de cortes. Por eso, diplomas aparte, cuajan con pan de oro los cantos de los volúmenes.Una usanza antigua para los tiempos modernos. "Hemos rescatado el dorado por amor al arte, porque es un trabajo que se pide muy poco", señala Lorenzo. Sin embargo, cada tanto les llega un encargo, casi siempre de las manos de algún bibliófilo.
La decoración de los cortes (o cantos) "no da para vivir", pero es un paso más en el camino profesional que emprendió la pareja a partir de 1992. Aquel año olímpico, ambos iniciaron el abandono paulatino de sus trabajos como licenciados. Adiós a la nómina a cambio de montar un taller de encuadernación artesanal donde, amén de realizar encargos, imparten clases.
-¿Por qué dieron semejante giro laboral?
-No me disgustaba graduar la vista a la gente, pero me apetecía reciclarme -responde Ana.
-¿Qué tiene la encuadernación frente a la sociología?
-Obliga a trabajar con las manos, lo que permite ver un resultado tangible. Es más gratificante, detalla Lorenzo.
Entre páginas, hilos y prensas, esta pareja, que bordea la cuarentena, acomete a diario la tarea de dar brillo a viejos volúmenes. O de mejorar los nuevos, siempre que la modernidad lo permita. "La encuadernación industrial ha deteriorado el proceso. Muchas veces impide reencuadernar los libros, porque las máquinas cortan los cuadernillos de las páginas. En ese caso, ya no se pueden coser", lamenta Lorenzo.
El artesano tampoco es magnánimo con el dorado industrial de los cantos; entre otras cosas, porque se hace con "oro falso". "Las máquinas que realizan esa tarea aparecieron en los años sesenta y supusieron el final de los doradores", relata Lorenzo. Ana y él aprendieron la técnica artesanal de uno de sus últimos adalides, Juan Manuel Perulero, ya jubilado.
-¿Por qué empezaron a dorarse los cantos de los libros?
-Para protegerlos y darles realce. Había dos maneras de hacerlo: tintarlos o dorarlos. Esto último era frecuente sobre todo en los volúmenes litúrgicos, para conferirles más boato. Los dos sistemas evitan que entre el polvo en el libro, que así se mantiene en perfectas condiciones.
El artesano sociólogo se pone manos a la obra en su taller de la calle de Doctor Esquerdo, 12, llamado Cizalla en honor a una de las herramientas cortantes de la encuadernación. Una vez cosido y encolado el libro, hay que golpearlo en el lomo hasta redondearlo. Posteriormente se instala en una prensa para "sacarle el cajo", o sea, para que el canto de las páginas adquiera la forma de una media caña.
Acabada esa etapa, Lorenzo coloca unos cartones que protejan el ejemplar antes de emparedarlo entre dos maderas de haya, llamadas chillas, que lo dejarán inmovilizado. Llega el momento de lijar y cepillar los cantos hasta que el papel quede brillante. "Ahora hay que untarlos con un engrudo muy diluido hecho a base de harina de trigo", explica González. Lo esparce con viruta de papel hasta que los cortes cobran un aspecto marfileño. Luego hay que hacer una operación similar con una sustancia rojiza llamada bol de Armenia.
Suena la hora de la albúmina: una mano de clara de huevo mezclada con agua servirá para asentar y dar brillo a las láminas de pan de oro, que llegarán después.
La implantación de estas frágiles hojas doradas supone un proceso lento y ceremonioso. Lorenzo instala el álbum de las láminas de pan de oro en una especie de capillita. Así están protegidas de cualquier suspiro inoportuno que las haría volar.
Con una tira de cartulina, llamada pajuela, Lorenzo toma la medida del canto. Con el mismo cartoncillo corta las hojas doradas al tamaño deseado. Una vez listas, el artesano se pasa la cartulina por la frente. Gracias a la grasilla del cutis, el pan de oro queda pegado a la pajuela, herramienta con la que se adherirá al corte del libro gracias a la albúmina. Cuando el canto está totalmente recubierto de pan de oro, el artesano lo bruñe con una pieza rematada con un ágata.
Mientras labora, Lorenzo no mira el reloj, para qué. "Los oficios artesanos no están pagados. Si uno cuenta el tiempo que invierte, no salen las cuentas", asegura. Por eso, Ana y él están convencidos de que el dorado de cortes sólo sobrevivirá como afición. Como una bella afición.
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