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Tribuna
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El fin de los séquitos

La reciente crisis sufrida y dudosamente superada por el Partido Socialista debe preocupar, lógicamente, no sólo a sus partidarios, sino a cuantos creemos en la necesidad del equilibrio de poderes en la democracia que, en la actualidad, requiere una oposición vigorosa con capacidad de alternativa. Pero, además, la crisis en que hemos visto las dificultades de una sucesión por designación, los problemas abiertos por un sistema más democrático como las primarias son y un conflicto en el que, haya o no opciones ideológicas y estratégicas, lo único que se han enfrentado son protagonismos personales, plantea algo de mayor calado aún: la quiebra del modelo de partido característico de nuestra joven democracia y cuya hora parece haber llegado.Los partidos políticos españoles, antiguos -como el PNV, PSOE o PCE- o de nuevo cuño -como UCD, CC, y AP/PP- se constituyen al hilo de la transición democrática en torno a figuras incuestionablemente carismáticas. Tal es el sentido de nombres como los de Suárez, González, Arzalluz, Pujol, Carrillo o Fraga. Y su condición carismática tiene una doble consecuencia. Por un lado, voluntaria o involuntariamente, hacen del partido un séquito en el que lo que más cuenta son las cualidades del jefe y su voluntad, la fidelidad y aun cercanía afectiva al mismo, con el consiguiente alejamiento cuando no eliminación de posibles competidores y aun de sucesores potenciales, y el vaciamiento de la organización racional del propio partido si es que la hubiere. De otra parte, el prestigio y atractivo carismático del líder le permiten compensar la falta de democracia interna del partido y conectar, más allá de los aparatos instrumentales de su organización, con bases y electores. A la personalización puede sumarse, en nuestro tiempo, la desideologización inevitable.

Ahora bien, en una situación así, cuando por razones biológicas o históricas se abre la sucesión, cuesta exorcizar la sombra del que se fue y el nuevo llegado intenta repetir un liderazgo, igualmente autoritario y carismático, aun careciendo de las cualidades del sucedido. Los aparatos tratan de establecer una dirección no más participativa aunque sí más anónima, y el dirigente de nuevo cuño de substituirla por su propio séquito, con los consiguientes conflictos internos de poder y aun de expectativas y la desorientación de militantes y electores.

No ha faltado el caso en que la hipertrofia de la autoridad de un príncipe nuevo haya evitado el conflicto, siempre que la circunstancia exterior de crisis del adversario y la victoria consiguiente hayan bastado para comprar la sumisión del séquito. Pero es claro que un sistema tal no soporta en manera alguna lo que es inherente a la alternancia democrática, la derrota. Y en tales supuestos, el antilíder que termina surgiendo tan sólo pretende repetir, en beneficio propio, el mismo modelo de liderazgo, porque, según señalara Weber, el pseudocarisma triunfante conduce al sultanato y la sucesión de éste es siempre usurpativa.

Ahora bien, semejante modelo no puede durar en la democracia competitiva de una sociedad abierta. Sin duda puede prolongarse, más allá de los términos biográficos, en una sociedad tan desvertebrada como la española es; pero en términos históricos carece de futuro. Treinta y ocho millones de ciudadanos bien alimentados, escolarizados e informados no pueden resignarse a la larga a optar entre los dirigentes-ya-no-carismáticos de varias jarcas que se reparten el electorado como si de un coto se tratase. Y las alternativas, si los grandes partidos no se reforman pronto y bien, insisto que en términos históricos, no se harán esperar. Podrán ser movimientos que cultiven a más reducida escala los valores de identidad, solidaridad y participación. Podrán ser líderes antisistema que, hasta ahora, felizmente, en España, no han prosperado porque los candidatos a serlo eran esperpénticos, criminosos o ambas cosas a la vez. Pero, en todo caso, la sociedad abierta termina excluyendo el modelo de séquitos y cotos.

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