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La santa cena

Sólo la voluntariosa fidelidad de Carlitos Valenzuela, el lobo siberiano, era capaz de reunir en una cena, veinticinco años después, a los doce componentes de la célula Rosa Luxemburgo, el grupo universitario más leninista de Granada, más en guardia contra los peligros de la sentimentalidad pequeñoburguesa y de las trampas del revisionismo. Su llamada telefónica me dejó una extraña mezcla de melancolía y de pereza, de complicidades antiguas y de incomodidad presente, ese extraño desasosiego de volver a encontrarle con buenos amigos que se perdieron en el tiempo y la rutina, gente familiar a la que ya no hay nada que decir. Pero el motivo de la cena, festejar el procesamiento de Pinochet, era de verdad importante, la única satisfacción política de los últimos años, así que empecé a revolver fotos, libros, discos, huellas prehistóricas de la evolución animal sobre el planeta, y me preparé sentimentalmente para la cita. Las caras saben a veces de nuestra vida mucho más que las palabras y las confesiones, porque los espejos son un mercado muy efectivo a la hora de equilibrar las demandas del presente y las ofertas del pasado. Fuimos llegando a la taberna con nuestras nuevas caras como mejor explicación, sin mucha necesidad de bajar a los secretos personales de la ideología, ocupados en hablar de los hijos, las separaciones y el trabajo, y muy contentos de poder abrazarnos veinticinco años después en homenaje a la humillación de Pinochet. Lágrimas por lágrimas, el dolor antiguo del asesinato de Allende se lavaba ahora con las alegrías del Estado de Derecho. Pero el vino malo nos sienta mal a los cuarentones, entorpece la sabiduría unánime de las bocas que se callan para sostener la silenciosa fraternidad de la nostalgia. Cuando Juan Cánovas empezó a hablar de sueños perdidos, de traiciones, de vientres acomodados, una incomodidad patética se apoderó de casi toda la mesa, y Carlitos Valenzuela tuvo que salvar la situación levantando la copa y pidiendo un brindis por Pinochet. La tranquilidad sólo duró hasta que Pedro González sacó el tema del Gal, de Guadalajara, y Juan Luna se sintió aludido, porque no podía ser de otro modo, y acabó con los chistes y dijo que hacía falta ser un verdadero estúpido para comparar a un ministro democrático con una banda terrorista. Carlitos Valenzuela volvió a levantar la copa, volvimos a brindar por el procesamiento de Pinochet, pero María Gallego arremetió inmediatamente contra los medios de comunicación, tan manipuladores, tan capaces de convertir la democracia en una farsa, y entonces la irritación se apoderó de Gonzalo Hernández, que defendió su periódico y evocó la antigua inclinación de María a hundirse en la pura demagogia. No es cosa de la edad, le reprochó, ya eras así hace veinticinco años. Para defender a María Gallego, Juan Cánovas habló de los políticos actuales, de la corrupción, de la Europa de los mercaderes, y no tuvo mejor idea que ofrecerle a Antonio Salgado un documento contra el racismo y la ley de extranjería. Una verdadera provocación. Menos mal que los postres eran ya un cadáver y que Carlitos Valenzuela levantó por última vez su copa en homenaje al procesamiento de Pinochet.

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