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Me gusta el Guggenheim, ¿y qué?

MARTA SANTOS Me encanta el Guggenheim. Para una cosa que me gusta, no lo voy a negar. Aunque, yo de arte entiendo muy poquito y nunca llegaré a los excesos de arrobamiento de esos bostonianos que llegan, se hincan de rodillas ante el edificio y, como en el anuncio de patatas fritas McCain, exclaman: ¡Milagro! A mí el Guggenheim me gusta porque es bonito. No se asombren: hace falta valor, en las postrimerías del siglo, para reconocer a voz en cuello que a uno le gusta un objeto artístico simplemente por lo bonito que es. Entiéndanme: soy una persona sencillita que disfruta con Modigliani y Kandinsky; y me quedo tan pancha. No quiero que piensen que pertenezco a la secta de A Mí Sólo Me Gusta Velázquez, cuyos miembros lobotomizados decoran sus casas con láminas de Degás, calendarios de Julio Romero de Torres y en la sala, en la pared principal, una reproducción del Guernica regalada por la BBK tras haber ingresado siete mil pesetas. Del marco que le han puesto no vamos a hablar: quizá esté usted desayunando y se le puede atragantar la tostada. Pero en este mundo del arte hay gente todavía peor. Existe la figura del Entendido. El Entendido es un monstruo, partamos de esa base. Para visitar su casa hacen falta arrojo y osadía. Ya cuando uno entra en el portal, va tiritando: sabe lo que le espera. El Entendido introduce la llave, la gira y ahí está: La Cuna del Arte comprimida en un cuarto piso. En el dormitorio, justo enfrente de la cama, hay una reproducción gigante de cualquier cuadro de Mondrian; como para dormir tranquilo. En la cocina, pintada de mostaza al más puro estilo Manhattan, hay pirograbados con cabezas de ajos: no podrá pasar bocado. En el baño, reproducciones de Mapplethorpe: si es varón, se le encogerá; si es mujer, se le estrechará. En cualquier caso, saldrá usted sin haber meado. Y el salón. Qué decir del salón. Ese salón que era tan bonito. Ahora hay rayas por todas partes, botones incrustados en un lienzo, un trampantojo en el techo, un muñeco ahorcado colgando de la lámpara y a la izquierda, puesto como por casualidad, un bidé pintado de verde que se usa como cenicero. Sí, lo sé: a esas alturas usted ya se estará cagando hasta en el día en que nació. Sin embargo, conserve la calma. La necesitará para decir las dos únicas cosas que puede: "oh" y "ah". Exclamaciones, interjecciones y onomatopeyas son las únicas articulaciones vocales que le están permitidas. Ante todo, no pregunte. Si inquiere cosas como "¿eso de quién es?" o "¿y qué significa?", su autoestima sufrirá quebranto. Alguien -algún mamonazo que estaba escondido- saldrá de detrás de un aparador, le apuntará con el índice y se partirá de la risa en una carcajada tan descomunal que usted podrá apreciar los detalles de su campanilla. Créame: no haga preguntas. Limítese a manifestar su admiración y su pasmo. También puede recurrir a la imaginación. Yo suelo salir del paso con chorradas como "a mí Mondrian no me va porque era calvinista" o "es que yo no creo en la perspectiva". Si cuela, cuela; si no, silbe y disimule. Pero ante todo, salga cuanto antes de esa casa: el clima de sus paredes puede afectar a su delicado equilibrio psicosomático. Haga de tripas corazón y escape en cuanto pueda, ventana abajo si es preciso. Dése un baño reparador, vístase cómodo y vaya hasta el Guggenheim. Allí se reencontrará consigo mismo, una persona normal y corriente que posee lo único que el arte requiere: sensibilidad. La suficiente como para saber apreciar la belleza -incluso la que habita en lo grotesco- y para reconocer que a nosotros, los bilbaínos de a pie, el Guggie nos gusta sencillamente porque es muy bonito.

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